¡Imitemos la humildad de San Juan el Bautista!
El ayuno y la humildad deben acompañarnos en cada día de nuestra vida, porque nos asemejan al gran profeta y precursor Juan.
Acordémonos de San Juan el Bautista: no ha habido hombre más excelso que él, quien fuera más grande que todos los profetas y amigo de Cristo. Con todo, fue él mismo quien dijo: “No soy digno de desatarle las correas de Sus sandalias”. Y, en el Jordán: “¡Señot, Tú tienes que bautizarme a mí y no yo a Ti!”. Vemos, pues, hermanos en qué consiste la humildad, el enemigo mortal del orgullo: en estar lleno de dones y cualidades, y sin embargo, considerarte el más indigno de todos. Es empequeñecerse el alma.
Puede decirse que todos estamos llenos de soberbia: todos nos consideramos mejores que nuestros semejantes. El devoto se cree más devoto que los demás y los mira sobre el hombro. El joven se cree más galante, el inteligente más diestro, el rico más digno... Cada uno se cree mejor, cada uno cree que está en un nivel superior al de los demás. Esta actitud es el orgullo mismo, del cual brotan los demás males: la envidia, las riñas, los homicidos. Al contrario, la humildad es la madre de la virtud, porque te impide considerarte mejor que tu semejante. Ella es la que te aconseja que nunca veas como inferior a tu hermano, sino que aprendas a verlo como una mejor persona que tú.
He aquí las dos herramientas para que se disipe el hombre viejo en nosotros y ayudar a que se desarrolle el hombre nuevo en Cristo: ayuno y humildad.
Con estas dos coronas se atavió el más grande de todos los que han nacido de una mujer, San Juan al Bautista, y con ellas debe ataviarse cada cristiano. Juntas, como nos enseñan los Santos Padres, conforman la plenitud de todas las virtudes. No sólo hacen que merme el hombre pecador en nosotros, sino que ayudan a que crezca el hombre espiritual en nuestro interior. Y, ¡oh, cosa maravillosa!, mientras más nos empequeñecemos, más transparentes nos volvemos, más brilla Cristo en nosotros, como dice el Apóstol: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”.
Si San Juan el Bautista, santificado desde el vientre materno, ayunó tanto y se humlló tanto, ¿cómo tendría que ser nuestra humildad, nuestro sacrificio y nuestro ayuno, estando tan llenos de pecado? Por eso, el ayuno y la humildad deben acompañarnos en cada día de nuestra vida, porque nos asemejan al gran profeta y precursor Juan. Aún más, nos asemejan a Dios, a Quien le rogamos nos haga dignos y nos ayude a renovarnos espiritualmente, con las oraciones de Su grande y santo amigo, Juan el Bautista. Amén.
(Traducido de: Părintele Petroniu de la Prodromu, ediţie îngrijită de Preot Constantin Coman şi Costion Nicolescu, Editura Bizantină, pp. 471-472)