Palabras de espiritualidad

Intentando definir qué es el hombre

    • Foto: Andrei Agache

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San Gregorio de Nisa opina que la única diferencia entre Dios y el hombre es que el Primero no fue creado, en tanto que el segundo sí lo fue, por el Primero.

Muchos han intentado definir qué es el hombre. Para Aristóteles, el hombre era un animal social. Para Bergson y Blaga, un animal que fabrica herramientas. Para Feuerbach, el hombre es lo que come. Finalmente, para Darwin y sus adeptos, el hombre no es sino una continuación del mono, en tanto que Thomas Hobbes hace una afirmación que parecería echar por tierra cualquier aspiración del hombre a alcanzar la nobleza. Para él, el hombre es el lobo del hombre.

Algunos, como Nietzsche, ponen en el centro del humano el deseo de poder, mientras Freud ve en el hombre una amalgama de instintos sobre los cuales domina la sexualidad, que determina cualquier actividad del hombre (líbido). El hombre también es considerado por algunos un animal que ama lo bello. Desde luego, esta afirmación, al igual que la de Pascal, que antepone la racionalidad y la conciencia de la muerte, parecen no excluir de la constitución del ser humano un cierto estremecimiento metafísico.

En lo que respecta a nosotros, creemos que todas estas afirmaciones se adecúan al hombre, pero ninguna de ellas puede ser considerada la verdad más completa. Sí, el hombre es un animal, ¡pero un animal que puede deificarse! Así es como resume un teólogo griego contemporáneo, Panaiotis Nellas, el concepto general de los Santos Padres de lo que es el hombre. Y esta es la única característica, de todas que se le pueden atribuir, capaz de sacarlo del mundo animal y elevarlo sobre este. Por eso, intentaremos desarrollarla. Parece que ver en el hombre solamente un animal con la conciencia de la muerte, no es diferenciarlo de los seres irracionales. Aunque le llamáramos “animal que ora”, no estaríamos resolviendo gran cosa en este sentido. Para ser hombre, se necesita de mucho más.

La experiencia de la ciencia moderna demuestra que los animales pueden ser mucho más de lo que antes se creía de ellos. Sin aceptar ciertas exageraciones que suelen hacerse en este sentido, de acuerdo a las cuales los animales pueden volverse superiores al hombre, consideramos oportuno recordar un pasaje muy interesante de la Biblia. En el Salmo 103 dice: “los leoncillos rugen por la presa y reclaman su alimento a Dios”. He aquí un detalle escandaloso tanto para los materialistas como para los místicos menores, quienes, atribuyéndole al hombre una existencia metafísica, pensaban que ya lo habían separado por completo del mundo animal. Los animales oran, viven una relación mística con Dios, Quien los cuida, porque ellos fueron destinados al hombre, la criatura más amada, fruto del amor del Creador. Por eso, Noé acepta subir a su embarcación no sólo “animales puros”, sino también “impuros”, “con el fin de conservar la especie sobre la tierra” (Génesis 7, 2), y el profeta David dice: “a hombres y bestias salvas” (Salmos 35, 6).

Los animales se someten a los mandamientos de Dios, porque Él revela Su voluntad a los hombres por medio de los animales. Cuando Balaam, contraviniendo la voluntad de Dios, partió montado en su burra para bendecir a los moabitas, “el ángel del Señor se puso delante de él, para cerrarle el paso”. Moisés nos relata que la asna vio al ángel de Dios, a quien ni el mismo Balaam podía ver (y por eso empezó a azotarla, porque el animal se oponía a seguir avanzando). Y he aquí que “el Señor abrió la boca de la burra, que dijo a Balaam: ¿Qué te he hecho yo para que me hayas pegado tres veces?”. Finalmente, el ángel se le apareció a Balaam. Este se arrojó a tierra, y las palabras que escuchó decir al ángel fueron las siguientes: “¿Por qué le has pegado a tu burra tres veces? Era yo quien te cerraba el paso, pues me disgusta tu viaje. La burra me ha visto y tres veces se ha apartado de mí. Si no se hubiera apartado, yo te habría matado a ti, dejándola a ella con vida” (Números 22, 21- 33).

A partir de este texto podemos entender que el Señor prefiere aparecerse y mostrarse indulgente con un animal, antes que con un hombre que se ha vuelto adversario Suyo, como ocurrió con Balaam. Aunque no podemos afirmar que Balaam no tuviera la conciencia de Dios y que no orara (porque se nos relata que sí lo hacía), vemos que, no obstante, con su actitud, se puso en un sitio inferior al de los animales. (...)

Si hemos visto que también los animales oran (y se sabe que también tienen la conciencia de la muerte), del hombre debemos decir que no sólo ora, sino que también tiene la posibilidad de deificarse, y que no sólo tiene la conciencia de la muerte, sino que también tiene el poder, otorgado por Dios, de hacerse inmortal. Así pues, lo que distingue al hombre del animal es la capacidad de asumir una enseñanza concreta y correcta sobre Dios, y transmitírsela a otros. El hombre tiene sembrada en su interior la necesidad de divulgar el conocimiento de Dios, expresado en el Salmo 50: “Enseñaré tus caminos a los descarriados, los pecadores volverán a ti”. Cumpliendo con esta condición, el hombre deja de ser un animal, para convertirse en algo más grande.

En la persona de Balaam, a quien Dios trata como a un ser inferior al asno, creemos que se nos describe al hereje, enemigo de Dios. Este, aunque ora, ora equivocadamente. Por esta razón, no es un ser teológico, degradándose (más adelante veremos por qué) en algo inferior que su propia burra. “Teólogo es aquel que ora correctamente”, dice Evagrio Póntico. Así, esta es la primera cualidad del hombre que no tienen los animales: la de tener una enseñanza (concreta y correcta) sobre la oración y sobre Dios. Esta enseñanza no podría existir afuera de la Iglesia, en la cual Dios “se encuentra con los hombres”. Y la cual, de acuerdo a la imagen de la unidad de Dios, es una e indivisible. Esta Iglesia es justamente la Iglesia Ortodoxa,.

¿De dónde obtiene el hombre esta enseñaza que no tienen los animales? Porque en esto creemos que se manifiesta, en primer lugar, la racionalidad del hombre en comparación con los animales, “porque la belleza del ser (humano) la constituye precisamente su capacidad para pensar”. Y aquí llegamos al punto de partida de cualquier discusión teológica sobre el hombre.

El hombre es la imagen (ícono) de Dios. Por eso, no sólo puede conocerlo, darlo a conocer y alabarlo, sino que también tiene en su ser las características divinas, como si fuera un espejo. Hablando de la medida en que esos rasgos de Dios fueron puestos en el hombre, San Gregorio de Nisa opina que la única diferencia entre Dios y el hombre es que el Primero no fue creado, en tanto que el segundo sí lo fue, por el Primero. “Dios no demuestra su bondad a medias, otorgándole al hombre solamente una parte de Sus bienes y guardando para Sí, con celo, la otra, sino que le demuestra Su suprema generosidad trayéndolo a la vida y gratificándolo con toda clase de dones”. El hombre es el fruto del amor de Dios, por eso es que Él le concede tantas bondades. El don supremo que ha recibido el hombre es la inmortalidad y el libre albedrío, teniendo “una superioridad evidente en su libertad incondicional”. Esa libertad que ha recibido el hombre es también la puerta (condición) para cualquier virtud. Porque “si la virtud consiste en no tener un dueño y hacer lo que te apetece, todo lo que hagas bajo coerción o a la fuerza no puede ser llamado virtud”. De acuerdo a esta idea, los animales, debido a que se someten a las leyes de la naturaleza, mismas que no pueden superar, no pueden tener virtudes.

(Traducido de: Ieromonah Savatie Baştovoi, Omul - chip al lui Dumnezeu şi chip al animalului)