La humildad que caracteriza al hombre que respeta los mandamientos de Dios
Cuando compara la grandeza de los mandamientos y su pureza, con la forma en que el los pone en práctica, reconoce una y otra vez que sus esfuerzos están muy lejos de ser suficientes, y que son, al contrario, indignos de Dios.
El hombre que respeta y pone en práctica los mandamientos del Evangelio, vive inmerso en una profunda humildad. Luego, cuando compara la grandeza de los mandamientos y su pureza, con la forma en que el los pone en práctica, reconoce una y otra vez que sus esfuerzos están muy lejos de ser suficientes, y que son, al contrario, indignos de Dios. Se considera merecedor de tormentos pasajeros y eternos por sus pecados, por el hecho de no haber roto el vínculo con el maligno, por su estado de caída (en pecado) —que comparte con el resto de la humanidad—, por su perseverancia en ese estado y, finalmente, por el cumplimiento completamente insuficiente y a menudo contrario a los mandamientos. Por eso, ante los diversos contratiempos de la vida, enviados por la Divina Providencia, inclina la cabeza con sumisión, sabiendo que es por medio de las tribulacines que Dios instruye y educa a Sus siervos durante su peregrinación por este mundo. El creyente que se caracteriza por esta humildad, ora con compasión por sus enemigos. Ora por ellos, viéndolos como unos hermanos suyos que se han dejado dominar por el demonio, como miembros de su propio cuerpo, el cual sufre de una enfermedad espiritual, pero también los considera sus benefactores e instrumentos de la Divina Providencia.
(Traducido de: Sfântul Ignatie Briancianinov, Fărâmiturile ospăţului, Editura Episcopiei Ortodoxe Română, Alba lulia, 1996, p. 18)