La mejor manera de honrar a nuestros difuntos
Darle de comer al necesitado, en nombre de nuestro difunto, es como si estuviéramos haciendo lo mismo por ese ser querido que ha partido a la eternidad.
A menudo vemos cómo los parientes de un difunto se esmeran en organizarle un funeral lo más fastuoso posible y construirle un sepulcro de lo más ostentoso. ¡Cuánto dinero se gasta en la edificación de mausoleos y monumentos funerarios! Además, los parientes y conocidos del fallecido gastan cantidades ingentes de dinero en coronas y arreglos florales, sabiendo que muchas de esas flores terminarán en la basura inmediatamente, porque no se les puede dejar en el ataúd, ya que acelerarían la descomposición del cuerpo.
Lo peor del caso es que, de toda esa parafernalia, el muerto no obtiene ningún provecho. Al cuerpo del difunto le es indiferente si es enterrado en un ataúd pobre o en uno lujoso, en un sepulcro elegante o uno muy humilde. El difunto no puede sentir el olor de las flores, ni necesita las falsas muestras de condolencia de muchos de los presentes en su funeral. El cuerpo se irá descomponiendo paulatinamente, en tanto que el alma sigue viva, aunque ya no puede percibir aquello que antes sentía por medio de los sentidos del cuerpo. El alma empieza una nueva vida, y son otras las cosas que debemos darle.
Entonces, si en verdad amamos a nuestro difunto, haremos lo que sea de provecho para su alma. En primer lugar, tenemos que elevar nuestras sinceras plegarias por él, tanto en nuestras oraciones individuales, en casa, como en las oraciones que hacemos en la iglesia, recordándolo también en la Eucaristía.
Contamos con muchísimos testimonios e incluso apariciones que vienen a confirmar el gran auxilio que nuestras oraciones ofrecen a los difuntos, sobre todo, las que se elevan en el curso de la Liturgia. Otra cosa que les ayuda mucho es la caridad que practicamos en su nombre. Darle de comer al necesitado, en nombre de nuestro difunto, es como si estuviéramos haciendo lo mismo por ese ser querido que ha partido a la eternidad.
La piadosa Atanasia († 12 abril) dejó escrito en su testamento que, en memoria suya, se diera de comer a los pordioseros (que venían al monasterio) durante cuarenta días. Sin embargo, por descuido, las monjas del cenobio lo hicieron solamente durante nueve días. Entonces, la santa se les apareció acompañada por dos ángeles, y les dijo: “¿Por qué han olvidado lo que les ordené? Deben saber que la caridad y las oraciones que, durante cuarenta días, los sacerdotes elevan por el difunto, son poderosas y conmueven al Señor. Si el alma del difunto fue pecadora, el Señor le perdona sus pecados. Y si fue un alma justa, quienes oren por ella serán recompensados por Dios”.
Especialmente en nuestros días, tan difíciles para todo el mundo, es una locura malgastar el dinero en objetos y gestos inútiles, en tanto que, si lo utilizamos para dárselo a los necesitados, podemos hacer dos cosas buenas al mismo tiempo: tanto por el difunto, como por aquellos que reciben esa ayuda material.
(Traducido de: Sfântul Ioan Maximovici, Predici și îndrumări duhovnicești, Editura Sophia, București, 2001, pp. 116-117)