¡La mirada dirigida a lo alto, a Cristo!
Es deber de cada cristiano estar atento a las artimañas del demonio, para poder derrotarlo justo con aquello con que se atreve a tentarnos.
¡Saltemos, amados hijos, llenos de gozo espiritual y agradecimiento a Dios! ¡Elevemos los libres ojos de nuestro corazón a las alturas, allí en donde está Cristo!
Que los afanes terrenales no tiren hacia abajo las almas llamadas a lo excelso; que las almas que se pierdan no arrastren a las que desde antes fueron elegidas para la eternidad; que las engañosas ilusiones no salgan al paso de los que avanzan por el camino de la verdad. Del mismo modo, que todo esto, que es pasajero, sea atravesado por los fieles, de manera que puedan conocer el hecho de ser peregrinos en este valle del mundo, en el cual, a pesar de ser cautivados por algunas de sus atracciones, no deben abrazarlas de forma pecaminosa, sino apartarlas con determinación.
El mismo Apóstol Pedro nos llama a este fervor, y, guiado por el amor que concibió con su triple confesión de amor a Dios, para apacentar las ovejas de Cristo (Juan 21, 15-17), orando, dijo: “Queridos hermanos, como a gente de paso en tierra extraña, os exhorto a que os abstengáis de las pasiones carnales, que hacen la guerra al espíritu” (I Pedro 2, 11).
Pero ¿para quién luchan las pasiones carnales, sino para el demonio, quien se goza porque ata a los placeres efímeros a las almas que tienden a las cosas superiores, y porque las aleja de la morada de donde él mismo fue echado? Por esta razón, es deber de cada cristiano estar atento a las artimañas del demonio, para poder derrotarlo justo con aquello con que se atreve a tentarnos.