La tragedia de nuestros tiempos consiste en la ausencia casi total de la conciencia de que hay dos reinos: uno temporal y uno eterno. Queremos construir el Reino de los Cielos en la tierra, rechazando la idea de resurrección o eternidad. La resurrección es un mito. Dios murió.

Volvamos a la revelación bíblica, a la creación de Adán y Eva y al problema del pecado ancestral: “Dios es luz y en Él no hay ninguna oscuridad” (I Juan 1, 5). […]

La noción de tragedia la encontramos mucho más en la literatura que en la vida misma. Las semillas de la tragedia —así me parecía en mi juventud— son sembradas cuando el hombre cae totalmente cautivado por un ideal. Para alcanzar ese ideal está dispuesto a arriesgar todo, a realizar cualquier sacrificio, a soportar cualquier sufrimiento, incluso a perder su propia vida. Y, cuando logra alcanzar el objeto de su afán, este demuestra ser una quimera inconsistente: la realidad no corresponde con lo que él tenía en mente. Este triste descubrimiento lo lleva a una profunda desesperación, a un espíritu herido, a una muerte realmente monstruosa. […]

La tragedia se halla solemente en la suerte del hombre, cuya mirada no va más allá de los límites de este mundo. Cristo Mismo no es —de ninguna manera— un ejemplo de tragedia. Ni Sus sufrimientos por el mundo entero tienen una naturaleza trágica. Y el cristiano que ha recibido el don del amor de Cristo, siendo consciente de que este amor no es perfecto todavía, se libra de la pesadilla de la muerte que todo lo arrasa.

(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Rugăciunea – experienţa vieţii veşnice, Editura Deisis, Sibiu, 2001, pp. 42-44)