Las palabras de un humilde monje para recordarnos nuestra deuda con Dios
“A mí se me encomendó el cuidado de mi huerto. Y es de mi huerto que yo vivo: con sus frutos pago mis deudas, mi alimentación y mi vivienda. Para eso fue que vine aquí: para saldar toda mi deuda. Luego, ¿cómo salir afuera, si aún no he terminado de trabajar mi huerto?”.
Un día, un monje de otro monasterio vino a visitar al padre Damían Ţâru. Al entrar al taller donde este estaba trabajando, le dijo:
—Padre Damíán, he oído hablar mucho de usted, por eso es que quise venir a verle.
Entonces, el anciano padre, débil y delgado como era, empezó a caminar despacio alrededor de su visitante, hasta rodearlo por completo. Al detenerse, le dijo:
—¡Bien! ¡Ya me viste!
Después, en el mayor de los silencios, volvió a su lugar de trabajo y retomó lo que estaba haciendo antes.
Otro día, el stárets del monasterio le dijo:
—Padre Damián, todos los demás monjes salen de sus celdas, se recrean un poco, admiran la belleza de la naturaleza, escuchan el canto de las aves del bosque, conversan entre ellos. Solamente usted no sale jamás de su celda. Todo el tiempo está con la mirada gacha, siempre evitando a las demás personas.
—Padre stárets, a mí se me encomendó el cuidado de mi huerto. Y es de mi huerto que yo vivo: con sus frutos pago mis deudas, mi alimentación y mi vivienda. Para eso fue que vine aquí: para saldar toda mi deuda. Luego, ¿cómo salir afuera, si aún no he terminado de trabajar mi huerto? —respondió el anciano monje.
En otra ocasión, le dijo a su discípulo:
—Si estás completamente sano y no te esfuerzas, seguramente eres un pecador.
(Traducido de: Arhimandrit Ioanichie Bălan, Patericul românesc, Editura Mănăstirea Sihăstria, p. 621)