Las promesas que le hacemos a Dios
Cuando el hombre le haga una promesa a Dios, sea pidiendo algo para sí mismo, o para alguien más, o por el perdón de algún pecado, o por agradecimiento, necesitará saber mantener el equilibrio y no intentar hacer algo que sobrepase sus fuerzas.
El juramento es una promesa que alguien le hace a Dios por agradecimiento o por algún pecado cometido. Muchos jóvenes de las aldeas que rodean Bitola parten a trabajar a distintos lugares del mundo. Luego, es común que las madres o hermanas hagan alguna promesa en secreto al Señor, por la salud y el pronto —y seguro— retorno de los que se han ido. Estas mujeres reciben el nombre de zavetnitse (“las que están atadas”). Un sábado visité de forma imprevista una pequeña iglesia rural, en donde encontré a una anciana limpiando meticulosamente el piso. Al entrar en conversación, me contó que tenía dieciocho años de hacer lo mismo cada sábado, como un juramento por su hijo, quien había partido a los Estados Unidos en busca de trabajo. Tiempo después me contaron que, aún habiendo vuelto el muchacho de su periplo en el exterior, aquella piadosa mujer siguió limpiando la iglesia durante medio año, en señal de agradecimiento a Dios.
“Me he atado” (es decir, “he hecho una promesa”) son palabras que, en nuestros países, comúnmente escuchamos decir a quienes vienen a los monasterios a servir por un tiempo. Cuando una pequeña aldea se incendió, el joven Teodoro corrió afuera de su casa, porque vio la de su vecina envuelta en llamas. Aterrorizado, invocó el auxilio de San Naum, prometiendo servirle durante un año. En ese momento, una poderosa ráfaga de viento sopló, empujando las llamas al lado opuesto. Al poco tiempo, Teodoro vino a nuestro monasterio, nos relató lo ocurrido y le pidió al padre hegúmeno que lo recibiera para poder cumplir con lo prometido.
Otra práctica común es que la madre, viendo a su hijo enfermo, prometa ayunar en los días en que está permitido comer de todo. Esto es completamente bíblico. También el rey David ayunó cuando su hijo se enfermó.
“¡Me he atado!”, dice la anciana Moiseitsa, de las afueras de Debar, quien desde hace diecinueve años sirve en la iglesia, y desde hace diecinueve años ayuna cada día, sin consumir jamás algo de aceite. ¿Por qué? Hace diecinueve años, su esposo se hizo socio de un albanés para un asunto que les interesaba a los dos. Un viernes, el esposo de Moiseitsa decidió ir a Debar, para arreglar cuentas con el otro. Antes de partir, se sentó a la mesa y desayunó huevos y queso. Cuando la mujer vio que su esposo no estaba respetando el ayuno del viernes, le dijo, enfadada: “¡Dios quiera que no vuelvas, porque, como se ve, te has hecho socio de ese hasta en las cosas de la fe!”. Esa misma noche, al volver de Debar, el hombre fue robado y asesinado. Todo eso fue un golpe muy duro para la mujer. Así, prometió servir a la iglesia y ayunar siempre, hasta el final de sus días.
También los ingleses se “atan” con tal clase de promesas. Conozco el caso de un sacerdote inglés, quien, después de la guerra, celebró una boda aún contra la ley. El obispo lo reprendió con severidad. Arrepentido, el sacerdote prometió ayunar todos los lunes (día en el que cometió aquel pecado), por el resto de su vida.
Cuando el hombre le haga una promesa a Dios, sea pidiendo algo para sí mismo, o para alguien más, o por el perdón de algún pecado, o por agradecimiento, necesitará saber mantener el equilibrio y no intentar hacer algo que sobrepase sus fuerzas. Recordemos las consecuencias de la irreflexiva promesa que hizo Jefté, según lo que nos dice el texto bíblico. En la guerra contra los amonitas, este juez israelita le prometió a Dios que, si lograba vencer, le ofrecería en sacrificio lo primero que saliera a su encuentro al volver a casa. Y venció. Pero, al volver a casa, quien le salió al encuentro fue su hija. “¡Ay, mi hija!”, gritó el hombre como un león herido, “¡Se lo prometí a Dios y no puedo romper mi palabra!”.
(Traducido de: Sfântul Nicolae Velimirovici, Răspunsuri la întrebări ale lumii de astăzi, volumul I, Editura Sophia, Bucureşti, 2002, pp. 168-170)