Lo que para el hombre es difícil, para Dios es simple
La más mínima queja contra nuestro semejante tendrá impacto sobre nuestra alma y ya no podremos orar. Y el Espíritu Santo no se atreve a acercarse cuando encuentra el alma en semejante estado.
(Una hermosa prédica del padre Porfirio sobre los aspectos de la práctica de la Oración de Jesús para nuestro interior, pronunciada con ocasión de la visita de un grupo de sus hijas espirituales, mismas que más tarde habrían de hacerse monjas en el Monasterio Chrysopigi, en la isla de Creta.)
«El hombre busca en el cielo la alegría y la felicidad. Busca lo eterno, lejos de todo y de todos, porque quiere encontrar el gozo en Dios. Dios, sin embargo, es misterio. Es silencio, es lo infintio, es todo. Esa dirección del alma hacia el cielo es algo común a todos.
Todos buscan algo celestial. Hacia esto se orientan todos los seres, aún inconscientemente. Luego, ¡también nosotros volvamos nuestra mente hacia Él! Amemos la oración, el diálogo con el Señor. Todo debe ser amor, añoranza del Señor, Cristo, el Novio. Hagámonos dignos de Su amor. Para dejar de vivir en la oscuridad, debemos pulsar el “botón” de la oración, de tal forma que la luz divina venga a nuestras almas. Y Cristo se nos mostrará en lo profundo de nuestro ser. Allí, en lo profundo, está el Reino de Dios: “El Reino de Dios está en vuestro interior" (Lucas 17:21).
La oración se realiza solamente con el Espíritu Santo. Él le enseña al alma la forma de orar. Nosotros no debemos hacer mayor cosa, sino dirigirnos a Dios cual humildes siervos, con voz suplicante, pidiendo consuelo. Entonces nuestra oración será agradable a Dios. Presentémonos con devoción ante el Crucificado, y digamos: “¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!”. Esto dice todo. Cuando el hombre ora en verdad, en una fracción de segundo desciende la Gracia de Dios. Entonces el hombre se vuelve lleno de don y todo lo ve con otros ojos. Todo consiste en amar verdaderamente a Cristo, la oración y el estudio de los textos santos. Si tomamos una unidad y la rompemos en un millón de partes, una sola partícula de ese millón es la acción misma del hombre.
Entramoe en oración sin tan siquiera darnos cuenta de ello. Debemos hallarnos en una atmósfera lo más propicia posible. Una mente constantemente dirigida a Cristo, el estudio de los textos santos, la música psáltica, mantener nuestra lamparilla encendida y arder un poco de incienso crean una atmósfera adecuada, de forma que todo se vuelve sencillo, como dice Salomón en su Sabiduría: “en la simplicidad del corazón” se hace la oración. Nuestro corazón se llena de alegría cuando escuchamos las palabras divinas. Esta alegría, este gozo del corazón es nuestra propia perseverancia por entrar en la atmósfera de la oración, un “ejercicio de calentamiento”, como dicen los atletas.
No debemos olvidar las palabras del Señor: “Sin Mí nada podéis hacer” (Juan 15,5). El Mismo Señor nos enseñará la oración. Nosotros solos no podríamos hacerlo, ni nadie más lo hará por nosotros. No se nos ocurra decir: “Con las postraciones que hice hoy, con certeza ya me aseguré la Gracia”, sino que pidamos que brille la Luz pura del conocimiento divino en nuestro interior, para abrir nuestros ojos espirituales y entender Sus santas palabras.
Así es como, sin entenderlo muy bien, amamos a Dios, simplemente, sin reticencias, sin pruebas ni lucha. Lo que para el hombre es difícil, para Dios es simple. Y a Él lo amaremos inmediatamente, cuando la Gracia venga a nosotros. Si amamos a Cristo con fuerza, Su Oración se pronunciará sola. Él estará siempre en nuestro corazón y en nuestra mente.
El amor a Dios es más alto que cualquier otra forma de amor, cuando se manifiesta con agradecimiento. Y es que es necesario amar no solamente por obligación; tal como nos alimentamos físicamente con la comida, del mismo modo debemos alimentarnos espiritualmente con el amor. Muchas veces nos acercamos a Dios por la necesidad de tener un apoyo en algún sitio, porque no encontramos descanso en quienes nos rodean y nos inunda un profundo vacío espiritual.
La Gracia Divina nos enseña cuál es nuestro deber. Sin embargo, para atraerla es necesario el amor, anhelándola. La Gracia necesita del anhelo de Dios. El amor es suficiente para alcanzar el estado necesario para la Oración. Ciertamente, Cisto vendrá solo y morará en nuestra alma, si encuentra aquí lo necesario para alegrarlo: una intención buena, pura y voluntariosa, humildad y amor. Sin estas cosas, no podemos decir: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”.
Para que Cristo venga a nuestro interior cuando le llamamos “Señor Jesucristo...”, nuestro corazón debe mantenerse puro, para que nuestra oración no encuentre ningún impedimento, para que no sea obstaculizada por el odio, el egoísmo y la maldad. Debemos lograr amarle y que Él nos ame. Si guardamos en nuestrio interior algún rencor, algún resentimiento, hay algo que debemos saber: tenemos que pedir perdón o confesarnos con nuestro padre espiritual. Como decía, todo se trata simplemente de la humildad. Si cambias tu vida espiritual, aplicando paso a paso las palabras de Dios y no tienes ya rencores, sino paz, sosiego espiritual y haces lo que debes hacer, entonces, despacito y con facilidad, irás entrando en la Oración, sin tan siquiera notarlo. Después solamente tendrás que esperar a que poco a poco venga la Gracia.
En todo lo que nos pase interiormente, culpémonos solamente a nosotros mismos. Oremos con humildad para no justificarnos. ¡Pero, oremos! La más mínima queja contra nuestro semejante tendrá impacto sobre nuestra alma y ya no podremos orar. Y el Espíritu Santo no se atreve a acercarse cuando encuentra el alma en semejante estado. Los Padres de la Iglesia consideran la “Oracion de Jesús” la más eficaz de todas, llamándola “monologante”, consistente en una sola palabra, una sola frase. Es la más corta y la más simple de las oraciones. “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”. En verdad, la clave de la vida espiritual es la Oración».
(Traducido de: Părinții contemporani ne vorbesc despre războiul cu metaniile în mână, Un cuvânt al Părintelui Porfirie - Avva Porfirie Kavsokalivitul, Familia Ortodoxă, pp.19-2)