Lo sensible y lo equilibrado. El ejemplo de las Miróforas y los Apóstoles
Cuando también ellos vieron al Señor y hasta pudieron tocarlo con sus dedos, cada uno dio testimonio no con su lengua, como Tomás, sino con el corazón: “¡Señor mío y Dios mío!”, y desde ese momento nadie pudo separarles del Señor.
¡Mujeres incansables! ¡No permitieron que el sueño cerrara sus ojos ni que sus pestañas se sintieran pesadas, hasta que encontraron a Aquel a Quien amaban tanto! Por su parte, los varones parecen titubear: van al sepulcro, lo encuentran vacío y se quedan con dudas… ¿qué podía significar el hecho de que no veían al Señor? No, aquí de lo que se trata es de un amor equilibrado, un amor que le teme al error debido a que conoce el altísimo precio de ese amor y de su objeto. Cuando también ellos vieron al Señor y hasta pudieron tocarlo con sus dedos, cada uno dio testimonio no con su lengua, como Tomás, sino con el corazón: “¡Señor mío y Dios mío!”, y desde ese momento nadie pudo separarles del Señor.
Las Miróforas y los Apóstoles representan los dos lados de nuestra vida: el sentir y el equilibrio. Si falta esa sensibilidad, la vida no es vida. Si no hay equilibrio, la vida es ciega: desperdicia mucho y da pocos frutos sanos. La sensibilidad tiene que ir delante y animar, en tanto que el equilibrio debe decidir el tiempo, el lugar, el medio de realización y, especialmente, el orden entero de lo que el corazón considera que debe hacer. Adentro, el corazón avanza y, cuando se trata de los hechos, viene el equilibrio. Cuando nuestros sentidos aprendan a distinguir entre el bien el mal, tal vez podremos basarnos solamente en nuestro corazón, tal como de un árbol vivo brotan solos los retoños, las flores y los frutos. También del corazón empezará a brotar el bien, mezclándose de forma comprensible en el devenir de nuestra vida.
(Traducido de: Sfântul Teofan Zăvorâtul, Tâlcuiri din Sfânta Scriptură pentru fiecare zi din an, Traducere din limba rusă de Adrian și Xenia Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, 2011, pp. 37-38)