Mucho pueden los santos, pero ninguno lo que la Madre del Señor
Tengan gran devoción, hermanos, a la Virgen María, porque dichosa es la casa en la que hay al menos un ícono suyo, en la que se lee diariamente el Himno Acatisto, la Paráclesis de súplica dedicado a ella y en la que toda la familia sabe alguna oración para la Madre de Dios. Mucho pueden los santos de Dios, pero ninguno lo que la Madre del Señor.
Tengan gran devoción, hermanos, a la Virgen María, porque dichosa es la casa en la que hay al menos un ícono suyo, en la que se lee diariamente el Himno Acatisto, la Paráclesis de súplica dedicado a ella y en la que toda la familia sabe alguna oración para la Madre de Dios. Mucho pueden los santos de Dios, pero ninguno como la Madre del Señor. Si ella no estuviera en los cielos, entre la Santa Trinidad y nosotros, este mundo se hubiera perdido desde hace mucho tiempo. Ella siempre está de rodillas, orando ante la Santísima Trinidad.
Ella es el cuarto rostro espiritual de los cielos. Primero está el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, la Santísima Trinidad, y luego está la Madre del Señor. Escuchen cómo canta la Iglesia: “La más venerada que los querubines e incomparablemente más exaltada que los serafines...” ¿Escucharon? ¿Por qué?
Ella llevó en su vientre al que hizo a los serafines y a los querubines de la nada. Ella no llevó a un santo en su vientre, sino al Hijo de Dios, a Aquel que creó a los querubines y a los serafines tan sólo con pensarlo. Ella no tiene comunión con Dios por participación, como tienen los querubines, los serafines o los felicísimos tronos.
(Traducido de: Ne vorbeşte părintele Cleopa vol. 7, Editura Mănăstirea Sihăstria, p. 22)