¿Nos preocupa la vida o nos “ocupamos” en obtener la Vida?
El drama no consiste en que seamos pecadores y que caigamos constantemente. El drama es que no creemos que Dios está presente aquí y ahora, que Él siempre “está a la puerta y llama” (Apocalipsis 3, 20), esperando paciente a que lo recibamos en la casa de nuestra alma.
El cristiano de hoy enfrenta muchos dolores e incertidumbres. A menudo se ve abrumado por el pecado, lleno de debilidades, inseguro, temeroso, preocupado… Le gustaría cambiar su vida, pero no puede. Siempre está tropezando con algo, siempre se siente culpable. Está convencido de que, si dejara de pecar, si su conciencia dejara de reprocharle cosas una y otra vez, si cumpliera con todos los mandamientos evangélicos, sería feliz. Pero, cuando logra obtener alguna virtud o cumplir con parte de lo que Dios le pide, al evaluarse honestamente a sí mismo, no se siente satisfecho. No es feliz. Y no me refiero aquí a una alegría momentánea, llamada también “satisfacción”, sino a esa felicidad de la que nuestro Señor habla antes de Su Pasión en la Cruz: “Vuestro corazón se alegrará y nadie os quitará ya vuestra alegría” (Juan 16, 22). Entonces, “¿qué es lo que nos falta?”, preguntamos también nosotros, como el joven rico, quien, a pesar de cumplir y respetar todos los mandamientos de la Ley, seguía sintiendo un vacío en su corazón (Mateo 19, 16-22). Está claro que nos falta ser conscientes de la presencia de Dios en nuestra vida. Una presencia permanente, no solamente “los domingos y días festivos”. El drama no consiste en que seamos pecadores y que caigamos constantemente. El drama es que no creemos que Dios está presente aquí y ahora, que Él siempre “está a la puerta y llama” (Apocalipsis 3, 20), esperando paciente a que lo recibamos en la casa de nuestra alma.
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En lo que respecta a la Escritura, solemos enfatizar las persistentes exhortaciones a multiplicar nuestros talentos (Mateo 25, 14-30), dejando en un segundo plano los versículos evangélicos que hablan del llamado a ser como niños (incluso con cierta sensibilidad lúdica), para poder entrar en el Reino de los Cielos (Mateo 18, 3 y 19, 14), o esos otros (versículos) que nos instan a vivir sin preocupaciones (Lucas 12, 22-31). De tal manera nos dejamos abrumar, que, buscando ser “buenos cristianos”, nos olvidamos de vivir las cosas simples, las alegrías naturales de la vida. A un joven que exclamaba ufano, luego de ser tonsurado: “¡Me he hecho monje!”, un experimentado anciano le respondió. “Bien. Ahora lo que queda es que también te hagas hombre (persona)”.
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Es una actitud completamente ajena a lo espiritual considerar que no tiene sentido planificar algo de nuestra vida, si “de cualquier manera, Dios dispone todo”. Es posible que alguien interprete de esa manera aquellas palabras del Señor: “No os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal” (Mateo 6, 34). Atención, esto no es un llamado a dejar de trabajar o a vivir “de un día para otro”, sino una recomendación para asumir una actitud sana ante las cosas venideras, anclada en la convicción de que Dios es Quien administra todo. El Señor nos advierte de un consumo espiritual inútil, provocado por todas las preocupaciones que pueden agobiarnos y estresarnos, para usar un término actual. El camino del medio, el camino real, es una permanente colaboración del hombre con Dios. Aquí radica, si queremos, la clave del éxito en cualquier planificación, y de aquí brota la capacidad de ver en un eventual fracaso nada más que una forma por la cual Dios nos reconduce al buen camino.
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A muchas parejas jóvenes que antes de casarse me han expresado su preocupación por no tener un lugar propio dónde vivir, o cómo sostener a su futura familia, o cualquier otra cosa semejante, siempre les he recomendado que lancen este “reto” a Dios: “Señor, Tú has prometido darnos todo lo necesario, pidiéndonos que busquemos, en primer lugar, estar Contigo, en el Reino. He aquí que estamos dando este paso, estamos haciendo esta alianza, este pacto Contigo. Pero, si no cumples Tu palabra, vendremos a la iglesia y te pediremos cuentas, en presencia de nuestro padre espiritual”. Y, créanme, en tantos años de sacerdocio, nadie ha venido a reclamarme que Dios no haya respetado Su palabra. Al contrario, vienen a hablarme de los milagros que Él ha obrado en su vida y a contarme que, aunque a veces las cosas no han sido fáciles, nunca les ha faltado lo necesario para el bienestar familiar. Dios siempre los ha llevado a un puerto seguro.
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Dice el Señor: “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?” (Mateo 6, 31). Ciertamente, no tenemos por qué consumirnos, llenos de estrés, buscando las cosas terrenales, porque sería como atentar contra nuestra dignidad de hombres creados a Imagen de Dios. ¡Hemos sido llamados a cosas más elevadas! Esforcémonos, pues, con todo nuestro ser, en vestirnos con Cristo, comiendo Su Cuerpo y bebiendo Su Sangre. ¡Renunciemos a las preocupaciones de la vida, y ocupémonos en obtener la Vida!