Orando por los demás, ayudándonos a nosotros mismos
No nos concentremos sólo en nuestra propia salvación, sino que oremos por el mundo, apiadándonos y compadeciéndonos de todos.
Hermanos y padres, si algunas veces los felicito no es para lisonjearlos, sino que les hablo con la verdad. Y no hago esto para compararlos con quienes viven en el mundo, sino porque quiero que se afanen aún más. Ustedes conocen bien qué clase de tentaciones envuelven al mundo actual, como la embriaguez, la gula y los bailes, obras del maligno, cuya condena es justa, como está escrito. Pero lo que nosotros celebramos es distinto. ¿Cómo? Día y noche alabamos al Señor, siguiendo lo que nos aconsejaran nuestros Santos Padres. Al salterio le sigue el salterio, a las lecturas otras lecturas, a la oración, más oración. En la mente, el cuidado de los pensamientos, la meditación en las palabras divinas, el sosiego adecuado, las palabras de provecho. Nos servimos unos a otros, nos soportamos unos a otros. Todo es ordenado y equilibrado, y aunque tengamos la posibilidad de regocijarnos cuando hay alguna festividad, no lo hacemos con desmesura. Escucha lo que le dice el Señor a Judas: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». «Pero ninguno de los que estaban a la mesa comprendió por qué Jesús se lo decía. Como Judas tenía la bolsa común, algunos creyeron que Jesús quería decirle: “Compra lo que nos hace falta para la fiesta”, o bien: “da algo a los pobres”». ¿Ven cómo ellos atendían tanto las festividades como el servicio a los pobres? Es lo que también nosotros, humildemente, intentamos hacer. Pero, bendito sea Dios, porque nos ha hecho dignos de asumir esta forma de vida. No gracias a esas acciones nuestras —que son nuestro deber, porque nada bueno hemos hecho en este mundo—, sino de Su misericordia viene todo don y llamado.
Por eso, cada uno de nosotros está obligado a exclamar siempre, con el corazón compungido: “¿Quién soy yo, Señor y Dios mío, y qué es la casa de mi padre, para que me ames?”. Y, así con todas nuestras cosas. Raras veces encontramos, en el mundo actual, algo semejante. Porque el día y la noche transcurren con sus propias preocupaciones, en el amor a la riqueza y en otros afanes, de tal forma que el hombre no puede ya ni respirar. Se dañan los unos a los otros, se golpean. El adulterio, el robo, las maldiciones y las mentiras han venido a reinar en el mundo, recordando las palabras proféticas, y todo lo demás no se puede ya ordenar. Recordando todo esto, San Juan Crisóstomo llegó a decir: «Veremos si al menos una pequeña parte del mundo consigue salvarse». Y estas palabras son terribles, por ciertas. Por eso, quien en verdad las sienta, que llore y se entristezca ante semejante sentencia. ¿Acaso no somos uno, hermanos? ¿Acaso no dependemos los unos de los otros? ¿Acaso no tenemos la misma sangre? ¿Es que no venimos de la misma arcilla? ¿Es que si alguno ve un borrico dirigiéndose al abismo, no correría a salvarlo? ¡Con mayor razón, si se trata de un hermano o alguien que comparte nuestra fe! Por eso es que el Apóstol lloraba por los enemigos de la Cruz de Cristo, orando con un incesante dolor de corazón. Por eso es que el profeta Jeremías lloraba por Israel, legándonos muchos de sus lamentos en la Escritura. Por eso es que también el gran Moisés clamó a Dios: «Si quieres perdonar todos sus pecados, perdónaselos. Si no, bórrame a mí de Tu libro». Y cada uno de los santos, sintiendo la misma compasión, oraba por los demás. Lo mismo es válido para nosotros, si deseamos imitarles: no nos concentremos sólo en nuestra propia salvación, sino que oremos por el mundo, apiadándonos y compadeciéndonos de los que llevan una vida corrupta, de los que han caído en herejías, de los que viven en el engaño, de los que hacen maldades. Simplemente, compadezcámonos de todos, como nos lo ordenara el Apóstol: oremos y elevemos peticiones. Así, antes que ayudar a los otros nos estaremos ayudando a nosotros mismos, atravesando nuestros corazones y purificándonos de toda tendencia maligna; y ya libres de todo eso, hagámonos dignos de alcanzar la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro, a Quien se debe todo honor y todo gloria, junto al Padre y al Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
(Traducido de: Sfântul Teodor Studitul, Catehezele mici. Cateheza 52, traducere de Laura Enache, în pregătire la Editura Doxologia)