Orar a la Madre del Señor con devoción y humildad
Por medio de ella, Dios se hizo Hombre. Gracias a ella, Él nació como uno de nosotros. Pero ella no es para nosotros un simple instrumento de la Encarnación.
Al volver a la Madre del Señor con nuestras oraciones, tendríamos que entender que toda oración que elevemos a ella debería rezar así: “Oh, Madre de Dios, yo mismo he matado a tu Hijo. Si me perdonas, significa que puedo ser perdonado. Si me rechazas tu perdón, no hay nada que pueda salvarme del castigo eterno”.
Es admirable que la Madre del Señor, en todo lo que nos revela el Evangelio, nos hace entender y nos da el coraje de acercarnos a ella con esta oración, porque no podemos decir nada más. Para nosotros, ella es la Madre de Dios. Ella es quien trajo a Dios Mismo a nuestra condición terrenal; en este sentido, quiero insistir sobre el término de “Madre de Dios”. Por medio de ella, Dios se hizo Hombre. Gracias a ella, Él nació como uno de nosotros. Pero ella no es para nosotros un simple instrumento de la Encarnación. Es aquella que se abandonó en las manos de Dios. Es aquella cuyo amor a Dios, cuya prontitud para hacer la voluntad de Dios y cuya humildad fueron de un nivel tan excelso, que Dios pudo nacer de ella. En uno de los más grandes santos y teólogos del siglo XlV encontramos un pasaje sobre la Madre de Dios, en el cual nos dice que “la Encarnación habría sido imposible sin esta ‘sierva del Señor’ de la Virgen, en la misma medida en que habría sido imposible sin la voluntad del Padre”, describiéndonos la perfecta colaboración entre ella y Dios.
(Traducido de: Mitropolitul Antonie de Suroj, Școala rugăciunii, Editura Sophia, București, 2006, pp. 144-145)