Para empezar a estar atentos a cada palabra que sale de nuestra boca
La fuerza de la palabra humana es enorme. La palabra puede dejar una huella profunda e imborrable en el corazón; puede edificar, si está llena de amor y bondad, o destruir, si, al contrario, rezuma enemistad y odio.
Refrenarte de pronunciar palabras vulgares o inútiles y aprender a callar es, en verdad, una tarea complicada. Muchos ascetas se esforzaron toda su vida en tratar de controlar su lengua, vigilándola con severidad y poniéndole toda clase de cercos, aunque no pocos la veían salírseles de control, como un pez vivo en manos del pescador. Y es que así es la lengua: escurridiza y todo el tiempo en movimiento. También hubo ascetas que renunciaron por completo a hablar. Acordémonos del caso del abbá Agatón, quien, para poder someter su lengua y evitar decir nimiedades, durante tres años mantuvo una piedrecilla en la boca, exactamente debajo de la lengua. ¿Vemos la importancia que los santos le daban a cada palabra que pronunciamos? También nosotros deberíamos imitar ese ejemplo.
Cuando se leen los textos del Antiguo Testamento, a menudo resuenan las palabras: “Con la bendición de los hombres rectos se levanta una ciudad, la boca de los malvados la destruye” (Proverbios 11, 11). ¿Qué significa esto? ¿Qué puede ser? No es una exageración, sino la verdad pura. La fuerza de la palabra humana es enorme. La palabra puede dejar una huella profunda e imborrable en el corazón; puede edificar, si está llena de amor y bondad, o destruir, si, al contrario, rezuma enemistad y odio.
Si la bendición de los justos se extiende sobre la ciudad, si en los corazones de los hombres penetran sus santas palabras, la ciudad se enaltece y el bienestar espiritual —y ¿por qué no?, también el bienestar material— crece y se desarrolla. Pero si las bocas de los infieles ensucian los corazones de quienes les rodean, con palabras que se asemejan más a miasmas ponzoñosos, la entera vida espiritual del pueblo se echa a perder. Una ciudad así puede quedar desolada, en el sentido absoluto de la palabra. Nuestra responsabilidad por cada palabra inmunda que pronunciamos es muy grande, porque con esas palabras no solamente nos envenenamos a nosotros mismos, sino que también envenenamos el corazón y la mente de nuestros semejantes.
(Traducido de: Sfântul Luca al Crimeei, La porțile Postului Mare. Predici la Triod, Editura Biserica Ortodoxă, Bucureşti, 2004, p. 74)