Palabras de espiritualidad

“Para mí, la Divina Liturgia es oración, la oración más importante”

  • Foto: Florentina Mardari

    Foto: Florentina Mardari

Después de inciensar, pronunciaba en voz alta: “¡Bendito sea el Reino…!”. Celebraba la Divina Liturgia con fervor y atención, con movimientos decididos, seguros y lentos. Sentías que provenía de un lugar muy lejano, lleno de santidad, y que pronto seguiría su camino hacia un futuro eterno.

El stárets oficiaba la Divina Liturgia cada día. Cuando, al terminar, le preguntaban si iba a oficiar al día siguiente, él siempre decía: “¡Si Dios quiere, así será!”. Después de levantarse, se lavaba la cara, se peinaba y con paso decidido se encaminaba en silencio a la iglesia. A llegar frente a las Puertas Reales, oraba para poder oficiar la Divina Liturgia. Vestido con su hábito de monje, rodeado de las cinco pequeñas llamas de las lamparillas, como si fueran cinco estrellas en el firmamento, parecía traslúcido en la semi-oscuridad de la iglesia. En un momento dado se escuchaba una campanilla, con la cual nos anunciaba que era el momento de comenzar a leer las listas de vivos y difuntos por los que debíamos orar. Tenía una gran cantidad de nombres de personas, quienes seguramente le habían ayudado en algún momento, y por quienes pedía en sus oraciones desde hacía muchos años.

Muchas veces yo oraba con él, en el Santo Altar, mencionando todos esos nombres. Vestido de blanco —en todos estos años tuvo una sola vestidura blanca—, con la barba y el cabello también completamente blancos, mantenía la mirada fija sobre la larga lista de vivos y muertos que estaba adherida a la pared del proskomediario. Frente a él tenía, cubiertos, el Santo Cáliz y el Santo Disco, en el cual el stárets cortaba partículas por vivos y muertos. Un poco más a su diestra estaba un candelabro con una lamparilla de aceite, cuya pálida luz alcanzaba a cubrir las listas de peticiones, el Santo Cáliz y el Disco, además de las vestiduras blancas y el rostro de aquel anciano, que entonces parecía más bello, más luminoso, como si fuera un ícono bizantino. La cabeza descubierta y su coronilla sin pelo irradiaban luz y Gracia.

Cuando terminaba de orar por todas esas personas, daba la bendición para que se oficiaran las horas tercera y sexta. Después de inciensar, pronunciaba en voz alta: “¡Bendito sea el Reino…!”. Celebraba la Divina Liturgia con fervor y atención, con movimientos decididos, seguros y lentos. Sentías que provenía de un lugar muy lejano, lleno de santidad, y que pronto seguiría su camino hacia un futuro eterno.

Su voz, vibrante, dulce y lenta, que parecía provenir de las profundidades de un alma inmaterial, era un testimonio de la presencia de la palabra de Dios. En su juventud había aprendido del anciano José cómo cantar durante la Divina Liturgia. El anciano José no permitía que nadie más oficiara la Divina Liturgia en su celda, porque se alegraba mucho con la atmósfera que se creaba cuando oficiaba el padre Efrén, al grado que decía: “No creo que haya otra parte en el Santo Monte donde se celebren los oficios litúrgicos mejor que aquí”. Ya que ponía toda su atención en lo que hacía al oficiar la Divina Liturgia, a lo largo de todos esos años jamás noté que cometiera el más mínimo error. Y cuando éramos otros los que oficiábamos, con un simple movimiento de los ojos nos daba a entender que había algo que teníamos que corregir. Jamás hablaba en voz alta y no se preocupaba exageradamente por las normas formales de la Divina Liturgia: “El sacerdote que oficia tiene que cuidarse de eventuales motivos de turbación”, solía decir.

El stárets decía: “Para mí, la Divina Liturgia es oración, la oración más importante”. Pero también se abstenía de revelar la compunción de su corazón, para que nadie lo escuchara. Y el hecho de ocultar su humildad era una ley inquebrantable para él. En muy contadas situaciones, cuando no podía esconder lo que sentía y las lágrimas brotaban de sus ojos, se quedaba en silencio. Cuando celebraba la Divina Liturgia, la Gracia de Dios hacía que su cuerpo se encendiera. Su rostro se enrojecía como si hubiera estado trabajando bajo el sol horas enteras, y a veces también transpiraba profusamente. En verano, al finalizar la Divina Liturgia tenía que ir a cambiarse de ropa. En invierno… ¿quién se iba a atrever a subirle la intensidad a la calefacción? Todos temblábamos de frío, porque él tenía calor. Cuando dejó de oficiar, nos pedía que le subiéramos al calor, porque también él tenía frío.

Un día, en un momento dado de la Liturgia, alzó la mirada, usualmente dirigida hacia abajo.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó al monje que le ayudaba ese día en el Altar.

—Porque sí, padre… —le respondió el otro.

Pero, de hecho, lo que quería ese otro monje era saciarse, sorber con avidez el don que emanaba de aquel luminoso rostro, lleno de un dulce resplandor y una perfecta pureza. Ese rostro que, en los primeros años, antes de recibir el sello de la ancianidad, te atravesaba con una mirada como de águila, alcanzando los rincones más recónditos de tu alma. Muchos sentían como si el padre les practicara una “radiografía” espiritual. ¡Pero no! Su mirada de águila provenía de un corazón de cordero, simple y sin malicia alguna.

Al terminar la Divina Liturgia, era necesario un plato de koliva para la entonación del Trisagio. Cuando le dabas una lista con nombres, primero pedía los nombres de los difuntos, diciendo: “Nosotros, que estamos vivos, todavía podemos hacer algo por nosotros mismos, pero los difuntos esperan que los ayudemos”.

(Traducido de: Ieromonahul Iosif AghioritulStarețul Efrem Katunakiotul, Editura Evanghelismos, București, 2004, pp. 131-134)