Palabras de espiritualidad

Para reflexionar sobre nuestra desobediencia a Dios

    • Foto: Andrei Agache

      Foto: Andrei Agache

Si Dios halla descanso en las almas de los justos, ¡imagínemonos cuánto sufre en las de los pecadores! ¡Cuánto sufre Dios en el ínfimo ser del hombre! ¡A cuánta humillación sometemos la imagen y semejanza de Dios!

Si nos entendemos como corresponde en este asunto, estaremos siguiendo el buen camino. La actual sequía es una calamidad que seca la tierra y seca también el coraje del hombre. Es una forma severa que tiene Dios para llamar al hombre a que se enmiende. “En tu aflicción, llámame”, dice el Señor, “¡y correré a ayudarte!”. ¿Y cómo podemos llamar a Dios? Con la boca y con nuestra oración. Sin embargo, lo que más agrada al Señor es nuestro cambio de actitud, la santificación de nuestra vida.

Purificar tu vida, librarte del pecado... eso es algo que puedes hacer en cualquier momento. Nada te detiene, cristiano, para que puedas hacerte más bueno, más puro, más obediente. Por eso, ¡si no te desembarazas del pecado, no culpes a nadie más! No le eches la culpa a lo que alguien te aconsejó, o a las circunstancias, sino a ti mismo, a la debilidad de tu fe y a tu falta de amor a Dios, porque, desde siempre, quienes viven en pecado acusan a los demás. Siempre tienen un lamento en la punta de la lengua.

Veamos a continuación un intercambio de palabras entre Dios y los hombres: En una ocasión, los hombres se quejaron ante Él de lo difícil que les resultaba hacer frente a sus problemas, sus carencias y sus pecados. “Tenéis razón, hijos, al decir que os resulta difícil cargar con vuestros pecados... Entonces, ¡si tan pesados son, no pequéis más!”. El hombre le pide a Dios que lo libre de las aflicciones, y Dios le pide al hombre que cambie su conducta. Entonces, ¿quién debe obedecer a quién? No culpemos a Dios porque la tierra se seca bajo nuestros pies y se seca también el bienestar de nuestro hogar. No cometamos semejante injusticia. Todas las tribulaciones nos las causamos nosotros mismos con nuestros pecados; luego, ellas son la retribución de nuestras faltas, hasta que entendamos por qué vienen y nos agobian. Que las aflicciones son una reprimenda de Dios para con los hombres, nos lo dicen ya las palabras de la Escritura (Levítico 26,1-7). Han pasado ya unos 3500 años desde que se escribieron esas palabras, pero siguen siendo la prueba de que somos nosotros quien obliga a Dios a castigarnos. En el capítulo de la Escritura que recién he citado, se nos habla de “Mis mandamientos”. Los mandamientos de Dios son los de la vida y es justo reconocer que nosotros cometemos muchas faltas en nuestra vida, en lo que respecta al futuro de nuestros hijos y el de la misma nación. Si Dios halla descanso en las almas de los justos, ¡imagínemonos cuánto sufre en las de los pecadores! ¡Cuánto sufre Dios en el ínfimo ser del hombre! ¡A cuánta humillación sometemos la imagen y semejanza de Dios! En ninguna parte he encontrado tanta ruina humana, como en estos lares, ni tanto obstáculo en el curso normal del tiempo, como aquí mismo. Y es que (aquí) se cometen tres pecados muy terribles, pero prefiero guardarme sus nombres, atendiendo a los niños que me escuchan. Que la conciencia de cada uno sea la que hable. Si no obedecemos a nuestra conciencia, obedezcamos la Escritura. Pero, si no atendemos lo que nos advierten las Escrituras, esperemos que se repitan.

Lo mejor es no entristecer a Dios, sino volver a Su senda, y eso es lo que pido en mis oraciones... El deber y potestad de los sacerdotes consiste en aconsejar a los fieles para que dejen de pecar, para no tener luego de qué lamentarse. Si alguien atiende mis palabras, en algo le habré ayudado; quien no lo haga, no lo podré librar del llanto futuro. Veremos desde este momento quién obedece y quién no...

(Traducido de: Pr. Arsenie Boca, Lupta duhovnicească cu lumea, trupul şi diavolul, Editura Agaton, Făgăraş, 2009, p. 88-90)