Palabras de espiritualidad

“¡Que nadie más lo sepa, padre!”

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

Esta modesta mujer, sin poseer una excelsa vida espiritual, tenía un solo pensamiento, mismo que nosotros, supuestamente más avanzados en las cosas del alma, no tenemos. Al contrario, procuramos que cada una de nuestras buenas acciones sea conocida por todo el mundo.

Me acuerdo de una persona muy sencilla, una mujer, a quien conocí hace muchos años cuando vino a confesarse. Debo subrayar que no la conocía de antes. De hecho, no la conozco y no sería capaz de reconocerla si me la encontrara algún día en la calle. Tenía cerca de setenta años. Es probable que Dios ya la haya llamado a Su Reino. Bien, después de confesarla, no sé cómo fue que empezamos a hablar sobre su forma de mantenerse alejada del pecado. Le pregunté si trabajaba.

—No, padre. Desde hace varios años dejé de hacerlo. No puedo trabajar más.

—¿Y de qué vive usted? ¿Recibe alguna pensión?

—No, padre, no recibo nada...

Me vio largamente, como dudando, y después agregó:

—Ya que usted es sacerdote, un confesor, le voy a contar algo. ¡Pero que nadie más lo sepa, padre!

Y empezó:

«En nuestra parroquia se construyó una iglesia nueva, grande y muy bonita. Pero cuando las obras estaban prácticamente terminadas, los sacerdotes vieron que aún faltaba hacer el iconostasio. Entonces, empezaron a anunciar, al final de cada Liturgia, que iban a organizar una colecta de dinero para hacer un iconostasio de madera esculpida. Desde muy joven, yo trabajé como sirvienta, y, juntando poco a poco algo de dinero, logré construir mi propia casa. Dormía en una habitación, y rentaba las demás. Así fue como logré sobrevivir.

Un día, fui a buscar al párroco de la iglesia y le dije: “Padre, ¿cuánto dinero necesitan para el iconostasio?”. Me respondió: “Un millón y medio”, en la moneda de esos tiempos (actualmente, sería mucho más). “Padrecito mío, mire, yo tengo una casa que cuesta eso. ¿Es posible que el Consejo Parroquial me dé ciento cincuenta al mes, lo que recibo yo de rentas, para que pueda vivir? Solo lo necesario para vivir; después, no hace falta que les den nada a mis herederos”.

“Claro que se le puede dar más”, dijo el padre. “Pero, padre, que no lo sepa nadie más, solamente usted y yo…”. “¡Ah! Eso no es posible… para poder tomar una decisión, el Consejo Parroquial debe estar enterado de todo. ¿Cómo podría decidir algo tan importante, entonces? En consecuencia, es imposible que me guarde para mí este secreto”. “Lo que tiene que hacer, padre, es llamar a su oficina a cada miembro del Consejo Parroquial y pedirle que prometa, frente al ícono de nuestro Señor, que no se lo dirá a nadie. ¡Nadie más en la parroquia debe saberlo!”. “Bueno, eso sí lo puedo hacer, ¡se lo prometo!”, dijo el padre.

Y, en verdad, la casita fue vendida y el iconostasio pudo ser terminado. Y yo, padre, vivo de lo que me da la parroquia. Algunos miembros del Consejo Parroquial, sabedores de lo sucedido, me han dicho: “Pobrecita de ti… ya que donaste tu casa a la parroquia, ¿nos permites que pongamos tu nombre?”. “No, porque si hacen eso, perderé toda recompensa por parte de Dios”, les respondo.

Ahora, cada vez que voy a la iglesia, veo el iconostasio y lloro de alegría. Y digo: “¡Gracias, Cristo mío, por haberme permitido a mí, una mujer pobre, una sirviente que no es digna de nada, un despojo humano, hacer algo tan bello para Tu iglesia!”. Y, cuando contemplo los íconos, mi corazón se alegra mucho. Cuando me vaya al Reino de Dios, sin poseer en esta vida nada que valga la pena, podré enseñarle algo al Señor, y le diré: “Señor mío, he ofrendado el fruto de mi esfuerzo para hacer algo en Tu iglesia. No tengo nada más...”».

El relato de esta mujer me impresionó tanto, que me dije: cuando venga el Día del Juicio, ¿cuántos de nosotros, los clérigos, seremos juzgados porque muchas veces hemos puesto nuestro nombre a la vista, con letra grande, así: “El iconostasio fue hecho o la iglesia fue construida gracias al aporte de…”, para después poner una gran lista de patrocinadores?

Esta modesta mujer, sin poseer una excelsa vida espiritual, tenía un solo pensamiento, mismo que nosotros, supuestamente más avanzados en las cosas del alma, no tenemos. Al contrario, procuramos que cada una de nuestras buenas acciones sea conocida por todo el mundo. Repito, muchas de esas almas puras, “de quienes no era digno el mundo” (Hebreos 11, 38) nos juzgarán en el Día Final.

(Traducido de: Arhimandritul Epifanie TheodoropulosToată viața noastră lui Hristos Dumnezeu să o dăm, Editura Predania, București, 2010, pp. 86-88)