¿Quieres ser el juez de tu hermano?
¿Qué podría enseñarnos esta actitud de los santos? Que debemos renunciar a juzgar y condenar cruelmente a nuestro semejante, si deseamos purificar nuestra alma, para que también Dios se apiade de nosotros.
Dignas de ser estudiadas son las siguientes paradojas: los pecadores, soslayando sus propias faltas, son incapaces de sufrir las de los demás. En tanto que los justos —quienes se apresuran a disipar cualquier pecado que aparezca en sus almas—, con una infinita paciencia soportan las faltas de sus semejantes. Y aún más: aquellos que fueron agradables a Dios, que estaban libres de toda falta y que, desde un punto de vista moral, hubieran tenido el derecho de juzgar a los otros, nunca lo hicieron. Sin embargo, nosotros, aún estando tan llenos de pecados, nos atribuimos el derecho de juzgar.
Los santos nunca condenaron, porque fueron humildes. Nosotros, no obstante, nos atrevemos a condenar al que yerra, porque nos creemos mejores que él y porque el orgullo nos ciega. Por eso es que somos incapaces de ver nuestro propio y mísero estado.
Pero ¿cómo es nuestro juicio? La verdad es que carecemos del equilibrio para juzgar: a nuestros errores los vemos más pequeños de lo que en realidad son, y los de los demás nos parecen aún más grandes. En cada situación encontramos justificaciones para nuestras faltas, pero con los demás somos como jueces severos e inflexibles. Con este juicio tan arbitario demostramos por qué no podríamos ser elegidos por Dios para juzgar. Los únicos buenos “jueces” que han existido han sido los santos... pero es que ellos nunca juzgaron a nadie, fuera de juzgarse a sí mismos.
Entonces, ¿qué podría enseñarnos esta actitud de los santos? Que debemos renunciar a juzgar y condenar cruelmente a nuestro semejante, si deseamos purificar nuestra alma, para que también Dios se apiade de nosotros.
(Traducido de: Arhim. Serafim Alexiev, Nu judeca și nu vei fi judecat, Editura Sophia, p. 85-86)