¿Se han preguntado alguna vez por qué en las discotecas apagan las luces?
El joven vive inevitablemente un conflicto: por una parte, todos le dice que es algo bueno, por otra, él siente en lo profundo de su ser una fuerte oposición, que no puede explicarse.
¿Se han preguntado alguna vez por qué en las discotecas apgan las luces y por qué a los jóvenes les da vergüenza bailar? ¿Se han preguntado por qué las adolescentes se encierran en su cuarto y se enseñan unas a otras extraños pasos de baile? ¿Se han preguntado por qué las estudiantes de primer año no salen de su habitación cuando se tiñen el pelo por primera vez o se cambian de peinado? ¡Talvez sea porque aún son niñas y no hubieran hecho algo así, si el tiempo que les toca vivir no se los demandara!
El joven vive inevitablemente un conflicto: por una parte, todos le dicen que está bien, por otra, él siente en lo profundo de su ser una fuerte oposición que no puede terminar de explicarse. Una voz interior le dice que es una tontería que una muchedumbre se reúna en un salón para moverse unos frente a otros; por otro lado, esa misma situación también le provoca un cierto placer. Entonces y para reconcilar esas dos posturas, mejor se apagan las luces en las discotecas, mientras los principiantes se aturden con vino para reprimir esa penosa sensación. Queda, entonces, sólo un terrible y vacío placer.
Los principiantes pecan con la luz apagada. No sólo se averguenzan el uno del otro, sino que también, sin entenderlo, se averguenzan de la omnipresente bondad del Creador. La costumbre de apagar las luces procede de Adán, quien, después de haber pecado, huyó para esconderse entre unos matorrales en el Jardín del Edén. Desde entonces, seguimos repitiendo el gesto del pobre Adán.
De noche se cometen robos, violaciones: es el momento propicio para el pecado. También de noche salió Judas de la Última Cena para vender a Jesús, de acuerdo a lo que describe el Evangelista Juan: “Entonces, después de tomar un trozo de pan, salió apresuradamente. Y era de noche” (Juan 13, 30). Judas, corriendo para vender a Jesús, aún mantenía en su mano aquel pedazo de pan que Éste le había dado en la mesa. Para entender la belleza del gesto de Jesús, debemos saber que en la tradición judía, el anfitrión ofrecía el primer trozo al invitado más amado. Esto fue lo que Él quiso demostrar cuando le ofreció aquel pedazo a Judas, con el agregado que no se trataba de cualquier pan, sino un pan eucarístico, es decir, el mismo y Santo Cuerpo de Cristo, Quien se ofrendó por nuestra salvación, incluso por Judas. Insistiendo sobre este detalle, San Juan busca resaltarnos el grado de desvergüenza al que llegó Judas por culpa de la iniquidad.
Luchar con la verguenza es luchar contra nosotros mismos. No pensemos que si nos quedamos sin piernas o sin ojos pasaremos a llamarnos inválidos, y que si dejamos que se nos destruyan algunos de los sentimientos que son fundamentales para nuestro ser, pasaremos a llamarnos atlantes. Igual nos llamaremos inválidos, pero unos inválidos monstruosos, a los que nadie querrá atender.
(Traducido de: Ieromonah Savatie Baștovoi, Între Freud și Hristos, Ed. Cathisma, București, 2008 p. 17)