Sobre la ira como pecado y la ira legítima
La ira es legítima —santa, desinteresada— si es encendida por el terrible espectáculo de la maldad desatada, por el triunfo de la injusticia hecha a nuestro semejante o por los insultos, injurias o burlas dirigidas a él. Esta forma de ira no es, en absoluto, un producto de la agitación interior, de un estremecimiento temperamental, sino completamente racional y estimulada desde afuera.
Hay dos clases de ira, completamente distintas entre sí: la ira como pecado, personal, egoísta, tonta, torpe, ridícula y usualmente proveniente del odio, la animadversión, el descontrol, el resentimiento y la impulsividad. Y la ira legítima —santa, desinteresada— encendida por el terrible espectáculo de la maldad desatada, por el triunfo de la injusticia hecha a nuestro semejante o por los insultos, injurias o burlas dirigidas a él. Esta forma de ira no es, en absoluto, un producto de la agitación interior, de un estremecimiento temperamental, sino completamente racional y estimulada desde afuera. (El Señor se nos muestra, algunas veces, encendido de enojo, pero nunca furioso. La furia, visceral y ciega, no puede ser generosa o santa, aunque la ira sí) […]
Mi ira —egoísta, salvaje, egocentrista, provocada únicamente por las especulaciones de mi propio yo imperialista y lleno de irritabilidad, irascibilidad, enfado y susceptibilidad — es un pecado desagradable. Mi ira, provocada por la erupción de la estupidez y la maldad en mi alrededor, por la erupción del sufrimiento inmerecido de mi semejante, por la injusticia que se le hace, por el formalismo más descarado, por la mentira insolente, por desprecio a la persona... incitada por la discriminación, la necesidad, el engaño, por las bofetadas dadas al inocente, por la persecución a los desvalidos, por la burla a los débiles y otras cosas semejantes, no es un pecado, sino una virtud... incluso un deber. Y es buena, santa y justa. Esta forma de encendida ira palpitó muchas veces en el alma del Señor y es justo y sabio el recordar una verdad que fácilmente dejamos al olvido, para no deformar en nuestra mente, en nuestro corazón y en nuestro pensamiento el sentido justo y perspicaz del cristianismo.
El cristiano no es, por definición, necio, débil, insensible, alguien que cuida tan sólo de su alma, un adepto a los subterfugios: “¿Qué me pasa?”. A él, especialmente, le importan todos los demás. Que Dios nos haga dignos, pues, de la santa ira en contra de toda forma de mal y nos dé la voluntad y la valentía necesarias para enfrentarlo con la fuerza de Su Nombre.
(Traducido de: Nicolae Steinhardt, Monahul Nicolae Delarohia, Dăruind vei dobândi, Editura Dacia, 1997, pp. 213-214)