Palabras de espiritualidad

Un ejemplo de cómo nosotros mismos apartamos a nuestro Señor de nuestra vida

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

“Ya que anhelas la honra de los hombres, Yo, por tu esfuerzo y tu perseverancia, haré que tengas convidados provenientes cada rincón del mundo, pero no podrás gustar las bondades de Mi Reino”.

El stárets de un monasterio —bajo cuya dirección había unos doscientos monjes— era muy conocido y encomiado por los fieles de la región. Un día, el Mismo Cristo vino al monasterio, con el aspecto de un anciano pobre y sucio. Al llegar a la puerta del cenobio, nuestro Señor le pidió al monje que cuidaba la entrada que le dijera al stárets que necesitaba hablar con él. Casi a regañadientes, el monje fue a buscar al stárets, pero lo encontró conversando con unos peregrinos. Luego de esperar un buen rato, decidió acercarse al stárets para anunciarle que aquel anciano le buscaba. Enfadado, el stárets le respondió: “¿Es que no ves que estoy hablando con estas personas? ¡Deja eso para más tarde!”. El monje inclinó la cabeza, avergonzado, y volvió a la puerta del monasterio, en donde le transmitió al anciano lo que el stárets le había dicho. Entonces, el Señor, Quien es muy paciente. Se sentó junto a la puerta y decidió esperar. Después del mediodía, hizo su aparición un hombre muy rico, quien también venía a buscar al stárets. El monje de la puerta le abrió inmediatamente, y después fue corriendo a llamar a su superior. Lleno de emoción, este último vino deprisa a recibir a su acaudalado visitante. Al verlo, nuestro Señor se levantó y le dijo: “También yo quiero hablar contigo, padre”. Pero este hizo como si no le había escuchado y, tomando del brazo al hombre rico, lo llevó adentro, en donde hizo que le prepararan un abundante almuerzo. Al terminar de comer y conversar con él, lo acompañó nuevamente a la puerta y lo despidió con toda la afabilidad del caso. Después, cerrando la puerta, volvió a sus menesteres, sin acordarse de la súplica del humilde anciano que esperaba afuera. Al caer la noche, viendo que el stárets se había olvidado de él, nuestro Señor se levantó y le ordenó al monje de la puerta que le dijera esto: “Ya que anhelas la honra de los hombres, Yo, por tu esfuerzo y tu perseverancia, haré que tengas convidados provenientes cada rincón del mundo, pero no podrás gustar las bondades de Mi Reino”. Estas palabras abrieron los ojos del monje, quien solo entonces pudo entender que, quien había estado afuera todo ese tiempo, bajo el aspecto de un sencillo anciano, era nuestro Señor Jesucristo. (Porque no es bueno que mostremos a los demás nuestras buenas acciones, esperando que nos halaguen, en vez de halagarlos nosotros y ofrecerles nuestro auxilio)

(Traducido de: Patericul Egiptean, Editura Cartea Ortodoxă, București, 2011, pg. 404)