Un peregrino sin oración
Te necesitaba a Ti, creía en Tu existencia, pero en alguna parte, muy lejos de aquí. No te veía, no te respiraba, ¡porque no oraba!
Señor Jesucristo, deben de ser ya varias vidas desde que partí del atrio del primer monasterio, en Tu búsqueda. Me hiciste una seña con la mano, me besaste con el abrazo de un sol desbordante. Tú estabas conmigo, pero, paciente, me esperabas también en aquel atrio.
No te vi, estaba distraído admirando todos aquellos colores, me preparaba para mi peregrinación. Tenía un bastón hermoso, incrustado con los aforismos de grandes sabios —no recuerdo si en realidad los había leído—, ropajes de peregrino y muchos libros de oración, con bellas encuadernaciones.
Lo único que necesitaba era Tu ayuda, nada más. En la noche no sabía si estabas en la estrella polar o en cualquier otra estrella, porque, Señor, yo no oraba.
Partí hacia Ti, pero sin Ti. Había escuchado que hay mucha severidad en la labor de buscarte. Que hay demasiadas reglas. Te buscaba con cierta rigidez; sentía, a veces, como una carga, pero tenía una necesidad puntuial de Ti. El yugo suave era una noción pasada de moda.
Escribí, como hace cualquier persona con una navaja en la corteza de los árboles, cientos de listas de peticiones, incluyéndome entre los fieles vivos, porque había oído que “así se hace”. Sentía una emoción mundana por la respuesta a las primeras peticiones y cierto orgullo cuando llegaba a lugares que solo había visto los libros de historia. Salía, siempre, con la cabeza inclinada, pero sin humildad. No quería ser visto, en el frenesí de una carrera que mide nuestros caballos de potencia, por mis contemporáneos.
Señor, Te pisoteaba, políticamente correcto, buscando la divinidad sin Dios, ¡porque yo no oraba!
Te buscaba, deleitando mis ojos en los maravillosos paisajes de las decenas de caminos que recorría hacia los monasterios, pero donde apenas me detenía unos cuantos minutos. Si bien estaba dentro de la iglesia, mis pensamientos se quedaban afuera de ella, llevando cuentas, en activo y pasivo, de la hondura y la altura, de un infinito a otro.
Señor, te quería complicado, filosóficamente hablando; pedia cánones estrictamente reglamentarios y basados en normas, deontológicamente pensando. Te había creado según mi imagen y semejanza débil, y una sola vez, con cierta tozudez, oré.
¡Señor Jesucristo, vivías, manso y humilde de corazón, tan simple y hermoso! Pero yo te sentía como una carga. Te veía estrictamente en paradigmas y normas… ¡porque no oraba!
Te necesitaba a Ti, creía en Tu existencia, pero en alguna parte, muy lejos de aquí. No te veía, no te respiraba, ¡porque no oraba!
Encendía cientos de veladoras en mis peregrinaciones, escribiendo mi nombre en la lista de los “vivos” para que se orara por mí… pero yo no oraba. Así es como escondía, en mi correcta hipocresía, el fariseísmo de un pretendido minuto de oración. La llama de las velas alumbraba mi rostro, mientras mi ser se apagaba.
Caminé de Occidente a Oriente, dejándome llevar por el espíritu del mundo tras objetivos religiosos, pero yo no oraba. Toqué muchas Santas Reliquias y besé incontables Iconos, buscando estrictamente, de manera comercial, las competencias sectoriales de los santos o de las imágenes. Entre paradas y escalas, saludaba deprisa a los santos, en la agitada carrera del peregrino que no ora, ¡porque yo casi nunca oraba!
Llegaba, al fin, a monasterios santificados, y mi mente se dispersaba entre los souvenirs y la admiración por la solemnidad del lugar. Me atraía más la belleza del sitio que la del Espíritu, porque, Señor, asombrado por un falso patetismo y patriotismo, yo no oraba.
Hice ofrendas, dando a toda prisa porque “así está bien”, aumentando mi coeficiente de elegibilidad para la eternidad o deshaciéndome de cosas que no necesitaba, pero con todo y la caridad que pretendía practicar, yo no oraba nada.
Respetaba cualquier disposición, dando prioridad a lo exterior. A pesar de que leía cientos de oraciones, ¡yo no oraba nada!
Te llamaba al orden, ante cualquier nimiedad, porque el bastón de peregrino se había vuelto cetro. Cognitivamente era un “iniciado”, pero no Te vivía, porque, Señor, yo no oraba. Me hallaba en un estado de confort intelectual cuando hablaba, en torno a un café, acerca de Ti. Pero, Señor, no hablaba Contigo, porque yo no oraba.
Señor Jesucristo, en Tu gran amor me permitiste también estas oraciones, artificializadas en los laboratorios de las mercancías falsificadas.
En primer lugar, en mi devenir “turístico” de un extremo al otro del mundo, te me mostraste tal como yo deseaba.
Después, en un momento dado, cuando el cayado del peregrino se convirtió en el bastón del ciego, te abriste a mí en un estuario, tal cual eres Tú, Dios verdadero de Dios verdadero.
¡Ayer te pisoteaba, buscándote! Hoy, en peregrinación, te encuentro en los ojos y en las muestras de veneración de los peregrinos que vienen a orar, pero, Señor, ¡solamente Tú y yo sabemos que casi no oro!
Señor Jesucristo, alegría mía, ¡vengo de peregrinación! ¿Cuánto falta hasta llegar a mí? ¡Deben de ser ya varias vidas que me esperas en el atrio!