Un requisito indispensable para poder orar
Cuando oremos, no nos imaginemos nada. No busquemos ni siquiera imaginaciones “santas”: ni a nuestro Señor en la Santa Cruz, ni el trono del Juicio. Nada.
Sobre el “peaje” de la imaginación, decía el padre Cleopa Ilie: “La ley más concisa de la oración consiste en no imaginarte nada cuando oras. Cierto es que las imaginaciones pueden ser de tres clases: malas, buenas y santas. Sin embargo, no aceptes ninguna cuando ores. Porque, si te detienes en tu imaginación, no podrás entrar con la mente en tu corazón, cuando empieces a orar”.
Esta es la primera estación. San Nilo el Asceta dice, en la Filocalia: “¡Dichosa la mente que ha conseguido orar a Cristo, sin imaginaciones, sin formas!”. La mente del Señor no engendraba figuraciones, dicen todos los santos teólogos. Porque Él era el Nuevo Adán y vino a restaurar al “viejo” Adán, tal como fuera en el Paraíso.
Adán, cuando cayó, fue por causa de su propia mente. ¿Qué le dijo el maligno? “No morirás, sino que serás como Dios, conociendo el bien y el mal”. Así, imaginándose que llegaría a ser como Dios, cayó precisamente por esas figuraciones, perdiendo lo que se le había otorgado, al ser echado del Paraíso. Por tal razón, los divinos Padres llaman a la imaginación “puente de los demonios”: ningún pecado pasa de la mente al corazón, si antes el hombre no se lo imagina (con su mente).
Luego, cuando oremos, no nos imaginemos nada. No busquemos ni siquiera imaginaciones “santas”: ni a nuestro Señor en la Santa Cruz, ni el trono del Juicio. Nada. Porque todas las figuraciones perviven afuera del corazón, y si nos detenemos a reverenciarlas, no estaremos reverenciando a Cristo.
(Traducido de: Arhimandrit Ioanichie Bălan, Patericul românesc I, ediția a VI-a, revăzută și îngrijită de Arhimandritul Petru Bălan, Editura Mănăstirea Sihăstria, 2011, pp. 780-781)