¡Acuérdate, alma mía, de todo lo que has perdido!
¡Llora, oh desdichada alma, y laméntate, pensando en todo lo perdido! ¡Llora, porque también los Cielos lloran por ti!
Llora mucho y laméntate siempre, recordando lo que eras y lo que perdiste al venir a este desagradable estado en el que te encuentras, mismo que te ha convertido, de heredero del Cielo, en heredero del demonio. ¡El templo del Espíritu Santo se ha transformado en una cueva de ladrones, la vasija elegida se ha vuelto un crisol de podredumbre! El ojo de Cristo se ha ennegrecido, sucio por el fango de los cerdos. El trono de Dios ha devenido en asiento de la perdición. El hermano de los ángeles ha caído bajo el dominio de los demonios. ¡Y aquel que se alzaba como una paloma a los Cielos, ahora se arrastra en la tierra como una víbora!
¡Llora, oh desdichada alma, y laméntate, pensando en todo lo perdido! ¡Llora, porque también los Cielos lloran por ti! ¡Laméntate, porque por ti se lamentan la Iglesia y todos los santos! ¡Deja que brote el llanto, porque has pecado y aún no te has arrepentido! ¡Gime, porque también los Profetas lo hacen, viendo la ira de Dios que vendrá sobre ti! Llora, porque por ti lloran mucho más que en los muros de Jerusalén, las lágrimas de Jeremías. ¡Solloza, alma mía, hasta que laves toda la iniquidad que hay en ti, para que puedas volver a la nobleza de antes!
(Traducido de: Agapie Criteanu, Mântuirea păcătoșilor, Editura Egumenița, 2009, p. 325)