Palabras de espiritualidad

Al lado de Judas o a los pies del Señor

    • Foto. Silviu Cluci

      Foto. Silviu Cluci

¡No dejes que te venda, oh Cristo! ¡No permitas que me aparte de Ti! ¡No me dejes sin Ti en esta lucha!

Conozco a la mujer pecadora, que vino a lavar con mirra y con sus lágrimas los pies del Señor. La recuerdo cada vez que leo las oraciones para antes de recibir la Santa Comunión. Y quisiera tener su coraje. Un coraje extraordinario para espabilar, para darse cuenta de su nimiendad, para llorar sinceramente por sus pecados y así obtener el perdón.

Conozco también a Judas. Pero no de algún libro, sino desde mi propia vida. Judas soy yo, el hombre que lee sobre la mujer pecadora y luego lo olvida. El que no tiene coraje. El que se sienta a la mesa con el Señor, el que se endulza con los Santos Misterios y que luego traiciona. Una y otra vez. Mis lágrimas son efímeras y mi beso está lleno de veneno. ¿Cuánto más me seguirás disculpando, Señor?

Conozco a la mujer pecadora, que vino a lavar con mirra y con sus lágrimas los pies del Señor. Sobre ella cantan los oficios del Santo y Gran Miércoles. Ella me da la esperanza de que hay una forma de sanar. Pero yo sigo eligiendo revolcarme en el fango. Ella me dice que el amor verdadero existe. Pero yo aún sigo ciego por el amor que me lleva a la locura y a la perdición. Ella me dice que cualquier pasión puede ser dejada atrás y perdonada. Pero yo aún trastrabillo, molesto por las pasiones y el desenfreno de otros, sufriendo y juzgando. Olvidándome de mí mismo y de todas las vilezas que me inundan. Olvidando mi propia vida, que clama desde lo más hondo del abismo.

Conozco a Judas el insensato. Es mi amigo. Y compañero de viaje en muchas de mis travesías. Me agrada y miro con pesar la mirra que parece desperdiciada inútilmente, porque no veo el sacrificio que representa. Me preocupa más juzgar la forma en que esa pecadora se atreve a acércarsele a Aquel a cuyo lado me mantengo siempre, sin haber aprendido aún en qué consisten el agradecimiento y la contrición.  

Conozco a esa mujer, conozco también a Judas. A ella más que todo la envidio, aunque muy poco la imito. A él lo acuso, aparentemente, pero sigo caminando con a su lado, tomados del brazo. ¿Hasta cuándo, Señor?

La sabiduría de aquella mujer adúltera me desarma. Sus lágrimas me queman. Su arrepentimiento me estremece. ¿Cómo puedo seguir viendo todo eso, y aún así continuar apartándome del Señor? ¿Es que no entiendo que sin Él me dirijó directamente a la horca?

Siento pena por Judas. Y también por mí. Siento afecto por la mujer pecadora, y mis pecados me parecen repulsivos. Pero, con todo, me despierto de mi desidia solamente para volver a caer en el letargo. Me limpio de mis maldades, solamente para volver a caer en ellas. ¡No dejes que te venda, oh Cristo! ¡No permitas que me aparte de Ti! ¡No me dejes sin Ti en esta lucha! No tengo mirra y, muchas veces, tampoco tengo lágrimas. ¡Dame lágrimas de arrepentimiento y sal a mi encuentro! ¡Déjame besarte los pies y no sientas asco de mí, Señor! ¡Llévame, Señor, a un lugar junto con los publicanos y las adúlteras que se han salvado, aunque yo mismo haya pecado mil veces más que ellos! ¡Tuyo soy, Señor! ¡Ayúdame a entender esto y a gozarme en Ti! ¡Perdóname, Señor!