Palabras de espiritualidad

Algunas palabras sobre el miedo

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

El Alfa y Omega es: "Señor, creo, te amo y día y noche intento poner en práctica Tu primer mandamiento”.

“El temor del Señor es el principio de la sabiduría” (Proverbios 1, 7)

“No tengáis miedo, pequeño rebaño” (Lucas12, 32)

“El amor perfecto desecha el temor” (I Juan 4, 18)

“Dios es amor” (I Juan 4, 16)

En el hombre encontramos distintas formas de temor:

1) “Quisiera hacer algo que el otro no quiere... y si lo hago, me castigará, me hará mal” (por ejemplo, el caso de un alumno); 2) “Amo mucho a esta persona, por eso no quiero enfadarla” (por ejemplo, el niño en su relación con su madre); 3) “Si hago esto, perderé el interés y la buena voluntad del otro” (actitud mezquina, un miedo humillante).

El miedo es el origen de muchos males para el carácter: hace del hombre un hipócrita, un mentiroso, un mal intencionado. A menudo, ese sentimiento humillante de miedo altera el carácter: “¿Qué dirán de mí?”. Y así es como traicionamos el amor divino, con tal de agradarles a los demás. Este temor es un monstruo... “¿Qué dirá el mundo?”... ¿Pero quién es ese mundo? ¿Es el ideal? ¿Nos gustaría ser como él? Si respondemos con sinceridad, seguramente diremos que no. En consecuencia, ¿por qué traicionamos el amor de Dios y Su Verdad, por el mundo? Dios dice: “Conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres” (Juan 8, 32).

El miedo es la primera de las pasiones. Es cierto que he hablado mucho sobre el miedo de este mundo, que nos lleva a perder el equilibrio. Sin embargo, nos subimos a un taxi y confiamos que el conductor no terminará estrellándonos contra un árbol. Abordamos un avión, creyendo que el piloto no perderá el control... si no, moriríamos todos. Conozco a un arzobispo que tuvo un accidente de automóvil en pleno desierto y quien, aún con los ojos llenos de fragmentos de cristal, nunca sintió miedo. Lo que hizo fue pedirle a Dios que se hiciera Su voluntad... y los médicos vieron, estupefactos, cómo se realizaba ante ellos el milagro de la curación. O veamos esos casos en los que mueren cincuenta personas en un accidente de avión, y una niña logra saltar por la escotilla... ¡sana y salva!

En este mundo, en el que solamente las autoridades nos informan de todo lo que sucede, si no aplicamos las palabras de Cristo: “Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá” (Matei 7, 7), no podremos librarnos de ese miedo innato. ¿Temor a qué? A lo desconocido, a lo invisible, a ese estado que sigue a la muerte. Porque, ya desde la infancia, el hombre tiene la sensación de ser un ángel caído desde el cielo. El hombre caído tiene un miedo innato. Pero viene el Señor y te dice: “No temas; solamente ten fe” (Marcos 5, 36).

Por eso les digo que necesitamos de tres cosas. En primer lugar, la fe; en segundo lugar, la fe, y en tecer lugar, la fe. Que Dios nos conceda dejar de decir: “Creo, Señor, ayúdame a creer más” (Marcos 9, 24). ¡Nunca más! ¿Qué fue lo que Él nos dijo? “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas” (Mateo 15, 28). Y a otro: “¿Crees que te harás bien?”. “¡Creo!”. ¡E inmediatamente sanó! “¿Crees que podrás ver nuevamente?”. “¡Creo!”. Y los ojos del ciego se abrireron. ¿Qué fue lo que le dijo al Apóstol Tomás? “Dichosos los que no han visto y han creído” (Juan 20, 29). Y agrego, personalmente y con humildad: “Porque verán, ahora y desde este mundo”.

¿Qué más se puede decir? ¿O debería mencionar al niño que viaja en los brazos de su madre, en un autobús que no deja de estremecerse? El niño duerme tranquilamente, a pesar de la agitación exterior. Nada le preocupa. Siente la seguridad del amor. ¿Entonces? ¡Si un simple humano puede ofrecer tanta seguridad, con mayor razón lo hará Dios, Quien es Amor! Cuando empecé a viajar al extranjero, sin conocer a nadie y sin mayores recursos en mi bolsillo, ¿quién me dio la seguridad de que no habría de quedarme desamparada, que habría de saber cómo llegar a mi destino, que no me enfermaría, que no tendría que recurrir a pedir dinero a la gente?

¡No! ¡El cristiano jamás será un mendigo, porque Dios no se lo permitirá! Él le ofrece el pan de cada día, ganado con el trabajo, con el sudor de la frente, por cualquier medio. Durante cinco años viví en India, en donde la temperatura varía de los -10º a los +40º. Nunca me enfermé del estómago ni me resfrié... ¿Cómo es posible que el hombre no crea, viendo tantos milagros?

Pero... ¿cómo podría verlos, si, ante todo, no cree? Creo que todos han oído hablar de lo sucedido en la calle Midias y cómo fue que vine aquí. Es simple: estaba segura de que Dios me enviaría lo que espero, lo que necesito. Cuando oramos y decimos: “Hágase Tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”, si en verdad lo creemos, así será. No sólo en lo que respecta a nosotros mismos, sino a todos. Es nuestra oración. Pero no: “Quiero esto para fulanito, porque creo que es lo mejor para él”. Sólo Dios sabe lo que cada uno necesita. “Hágase Tu voluntad con X y con Y”. Así es como debemos orar. ¿Qué más decir? Cuando seguimos los divinos mandamientos, cuando leemos diariamente el Evangelio, entendemos la sabiduría de Dios, directo en nuestra alma. No con la filosofía, la lógica y el cerebro. Entonces nos sentiremos completamente en paz. No necesitaremos de ningún libro o enseñanza, en donde se encierra el mismo “ego” del escritor o del orador. El Señor nos ofrece una inspiración especial, de acuerdo con lo que podemos aceptar y con el plan divino para nuestras vidas.

Otra forma de temor es el miedo a la muerte. “¡Ay, que me voy a enfermar! ¿A dónde iré a parar? ¿A cuál hospital? ¿Qué me espera allí? Me tratarán mal.. Me pedirán mucho dinero, y cuando no me quede nada, ¿qué va a pasar? ¿Podría irme al extranjero? He oído que la gente sale del país para ir a curarse...”. ¡Pobres criaturas! No saben que la mano de Dios guía la del médico. Y que habrán de pasar por las aflicciones que Dios disponga. Las sanaciones más grandes que he conocido fueron las de un médico muy ambicioso. Le pregunté a mi ángel guardán: “¿Cómo es que Dios le permite a ese médico todo lo que hace?”. Y la respuesta fue: “Dios ayuda al sufriente, quien necesita sanarse, y deja que el médico se dé cuenta de todo esto en algún momento determinado”. Invertimos en los bancos, invertimos y seguimos invirtiendo. ¡Así es como crece nuestro miedo! El dólar crece, el franco no... ¿Qué pasará si perdemos? ¿A dónde iremos a parar si empieza alguna guerra? ¡Tendremos que salvar nuestros cuerpos! Sufrir, no. “Un final cristiano para nuestra vida, sin dolor, en paz...”. Lo pedimos con estremecimiento (en la Liturgia). ¿A quién? A Aquel que tuvo un final doloroso, oprobioso, triste, en este mundo. ¡Que Dios nos perdone. Así, el Alfa y Omega es: "Señor, creo, te amo y día y noche intento poner en práctica Tu primer mandamiento”. Todo lo que sigue le pertenece a Él. No a mí. De ninguna forma, jamás, en ninguna parte. Así es como le hablo a mi amado Dios, y Él me envía Su emisario, para que yo pueda seguir viviendo sin preocuparme, estando a los pies de Cristo, día y noche. Amén.

Madre Gabriela

Leros, 15 de febrero de 1992