Palabras de espiritualidad

Algunos aspectos sobre la mujer y su participación en la práctica litúrgica ortodoxa

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Si Cristo es el Altar del hombre, la mujer es la Iglesia del hombre.

¿Por qué las mujeres no tienen permitido el acceso al Santo Altar? ¿Por qué, sin embargo, en deerminadas circunstancias, las mujeres pueden entrar más allá del iconostasio? ¿Acaso la Ortodoxia practica la misoginia? ¿Es que el mundo de los hombres acaparó también la fuente de la santidad? Estas son algunas preguntas del cristiano contemporáneo, que intentaremos responder teológicamente.

Para obtener la respuesta correcta a las preguntas planteadas arriba, debemos partir del papel de la mujer en la Creación, en relación con Dios y con el hombre. Permítanme hacer una pequeña introducción.

Creación del hombre y la mujer

Ya desde la Creación encontramos que hombre y mujer son distintos, por su naturaleza y atributos, pero, al mismo tiempo, son también complementarios.

El Génesis nos presenta la situación de soledad de Adán. Aunque había recibido por parte de Dios la misión de “trabajar y cuidar” lo que Él había creado, “no pudo encontrar un auxilio adecuado para sí mismo”. El mismo Dios constata que “no es bueno que el hombre este solo... hagamos una ayuda idónea para él”. Así, aparece la mujer, el auxilio propicio para el varón.

En este punto, la palabra “idónea” es clave para entender correctamente la relación entre hombre y mujer. Esta palabra no permite que se entienda a la mujer como esclava, pero tampoco como soberana del hombre. La aparición de la mujer, a partir de una costilla del varón, representa el hecho que ambos conforman una unidad, completándose recíprocamente, como comprobará el mismo Adán: “Ésta será llamada hembra porque ha sido tomada del hombre... Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.”

En lo práctico, podemos considerar que Adán era lo racional, mientras la mujer lo afectivo. Porque esto es lo que le faltaba a Adán. No tenía a nadie que se le asemejara, para compartir el amor que se le había otorgado. Por esta razón, algunos santos sostienen que fue del lado del corazón de donde Dios tomó una costilla para crear a la mujer. Así, la mujer es el “corazón”, mientras que el hombre es la “cabeza” de la familia primordial. Evidentemente, ambos no pueden funcionar separadamente, cosa que no representa ninguna degradación u ofensa. “Y el ojo no le puede decir a las manos: no las necesito. O la cabeza, a las piernas: no las necesito”, dice San Pablo.

El hombre y la mujer tienen no sólo naturalezas y características diferentes, sino también propósitos diferentes y complementarios. Esto se refleja en sus mismos nombres (en la civilización humana, el nombre han representado casi siempre la identidad de la persona, aunque actualmente representa sólo un capricho o un número de entre un montón). Adán significa “hecho de tierra”, mientras que Eva significa “vida”, “madre de los vivos” o (de acuerdo a algunas teorías), “serpiente” o “víbora”, por haberse dejado engañar por el astuto reptil bíblico. En consecuencia, los cometidos de ambos estaban divididos. Adán era la “cabeza”, o mejor dicho, el “sacerdote” de la familia primordial y de la creación entera, porque Dios así se lo confió, para servirle, mientras que Eva era la misma familia y vida de Adán.

El hombre y la mujer en el cristianismo

El Antiguo Testamento parece poner entre sombras, de alguna manera, la situación de la mujer, generando una posible misoginia, porque se considera, injustamente, que la humanidad entera cayó en pecado por culpa de Eva. En realidad, se olvida demasiado fácilmente que también Adán cayó.

Precisamente por eso, Cristo rehabilita el lugar de la mujer en la sociedad, devolviéndole su dignidad. Así, Él se encarna en la Santísima Virgen María y realiza Su primer milagro en una boda, en Caná de Galilea. Con esto, Cristo rehace el vínculo entre Dios, el hombre y la mujer, en una lógica divina, resumida así por el Santo Apóstol Pablo: Cristo es la cabeza del hombre, el hombre es la cabeza de la mujer, y ésta debe ser amada sacrificialmente por el hombre, tal como Cristo ama a la Iglesia.

No obstante, la misoginia sigue presente en las mentes de muchos cristianos, quienes pretenden que la Escritura exhorta solamente: “El hombre es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, del cual es asimismo salvador. Que la esposa, pues, se someta en todo a su marido, como la Iglesia se somete a Cristo.”.

Sólo que estas personas olvidan leer lo que sigue: “Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (...) Así deben también los maridos amar a sus esposas como aman a sus propios cuerpos: amar a la esposa, es amarse a sí mismo”. De esta forma, el significado aquí de la palabra “cabeza” no es el de “capataz”, sino el de “guía de familia, en el amor”. Porque Adán recibió los mandatos por parte de Dios, y él le dio a Eva su amor. De aquí puede entenderse claramente que el cristianismo no es misógino.

Ahora bien, si los cánones no permiten que las mujeres entren en el Altar, es por una sola razón: ella no puede ser el “sacerdote” de la familia ni de la sociedad: ese no es su propósito de vida.

En los inicios del cristianismo, el Altar o Santuario no estaba separado del resto del templo, como sucede actualmente. Representaba, simplemente, el lugar en donde los sacerdotes oficiaban el Sacrificio de Cristo, el lugar en donde Cristo se hacía presente en medio de Su pueblo. Así, al no tener nada que ver con el sacerdocio, la mujer tampoco tenía nada que hacer en el Altar.

Es de observar que la discusión sobre el acceso de las mujeres al Altar comienza simultáneamente con la discusión sobre la ordenación sacerdotal de mujeres, una situación que la Ortodoxia considera incompatible con el propósito y el rol de la mujer en la Creación. Es igual de imposible que pedirle a un varón que de a luz a sus hijos. Más allá de la imposibilidad fisiológica manifiesta (que algunos se empecinan en contradecir, absurdamente), hay también una incompatibilidad espiritual: el hombre no puede ser “mamá”, en el sentido de toda la afectividad que este rol requiere, así como la mujer tampoco puede ser “papá”. Nunca veremos a un hombre entregándose exactamente de la misma forma en que lo hace una madre con sus hijos. Hay que reconocer que parece que las figuras del madre y del padre han dejado de importar en la actualidad, sobre todo, entre tantas “teorías de género”. Pero volvamos al tema.

Con la aparición del iconostasio, ese muro que separa el Altar de la nave principal, parecería que el espacio del Santuario se convirtió en algo muy especial, más sacralizado que el resto de la iglesia. En realidad, el Altar siguió teniendo su importantísimo rol, pero ahora con la novedad del iconostasio. Este no es más que una pared con íconos, que ayuda a los fieles en la contemplación y oración, para que su atención no se distraiga con lo que el sacerdote hace en el Altar, como podría suceder (...). La aparición del iconostasio se debe al mismo desarrollo del culto a los íconos, sobre todo después de las disputas iconoclastas del siglo VII. Al comienzo se trataba solamente de una pequeña verja con íconos, luego se agregaron otras filas superiores, hasta llegar a la forma actual. En el caso de los católicos, el Altar siguió siendo abierto (eventualmente se utiliza una pequeña barandilla) y orientado a la inversa que en el caso de los templos ortodoxos, diferencia que proviene desde el Gran Cisma.

En consecuencia, el Altar siguió siendo el área del templo en donde actuaba únicamente el sacerdote, ofreciéndole a Cristo al pueblo. Los primeros cánones de la Iglesia sostienen que “no es debido que la mujer entre en el Altar”, precisamente porque no tenía nada que hacer ahí. Pero no sólo la mujer, sino también cualquier otra persona que no tenía algún cometido en el Santuario. El canon 69 del VI Concilio Ecuménico estipula que: “Ningún laico tiene permiso para entrar al altar, aunque esta disposición no es aplicable a los reales soberanos, cuando quieran presentar dones al Creador, de acuerdo a una antigua tradición”. Esto, porque los emperadores cristianos eran ungidos por parte de la Iglesia.

Así las cosas, la mujer no es discriminada en comparación con el varón laico, o el sacerdote. Y, sin embargo, dirán algunos, los varones laicos entran al Altar, mientras las mujeres no. Esto no es exacto. También las mujeres pueden entrar, en casos excepcionales, precisamente para subrayar que la Iglesia no practica la misoginia, pero tampoco el desorden.

El primer caso es el de la santificación de un nuevo Altar. Ese día, todos los fieles son llamados a entrar al Altar, como señal del amor divino que habrá de participarse al mundo en un nuevo lugar para el Sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

El segundo es el de los monasterios de monjas. El monje y la monja representan un estado excepcional del hombre en el mundo: dejan todo para entregarse totalmente a Dios; por eso, las monjas son llamadas también “novias de Cristo”. Por esta razón, los cánones establecen que las monjas tienen permitido entrar al Altar para ayudar al sacerdote oficiante, así como en las parroquias los varones laicos pueden ayudar al sacerdote durante la Liturgia.

En conclusión, si Cristo es el Altar del hombre, la mujer es la Iglesia del hombre.