El amor que demostramos ante Dios y Él ante nosotros cambia radicalmente nuestra mente y nuestra misma psique. Cualquier enemistad entre hermanos, así, nos parece una despreciable necedad. Y es que todos tenemos un único enemigo: nuestra propia muerte. Pero, si el hombre fuera solamente mortal, si la resurrección no existiera, entonces la completa historia de la humanidad no sería más que un sufrimiento absurdo de lo creado. Aquí, el mismo amor se entrelaza con la muerte: amar significa morir. Y nuestro espíritu se esfuerza en pasar a esa esfera luminosa, en donde ya no hay obstáculos para el amor que no se sacia. Y allí en donde está esa plétora, lo que hay es un dinamismo renovado de la vida, “vida en abundancia”, concedida por Cristo (Juan 10, 10).

(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Despre rugăciune, p. 67)