Palabras de espiritualidad

Aquella luz en el rostro de una chica llamada Elefteria

    • Foto: Bogdan Zamfirescu

      Foto: Bogdan Zamfirescu

Deslumbrado y tratando de que no le tiemble la mano, el sacerdote consigue darle la comunión a Elefteria, intentando adivinar en donde está su rostro...

«Es enero del año 2000, en las vísperas de la fiesta de la Epifanía, cuando se hace la Aghiasma (agua bendita) Mayor. En Piliuri, un poblado de Epiro del Norte (Albania), un sacerdote desciende por un sinuoso camino con su automóvil, preparado para bendecir las casas de los fieles de aquella zona. El trayecto dura una hora y quince minutos. El vehículo avanza trabajosamente por el fango que ha dejado la persistente lluvia que ha caído desde temprano. Es un sacerdote muy joven. De hecho, fue ordenado hace dos meses. Acaba de venir de Grecia junto con tres estudiantes, para ayudar en la iglesia y transportar lo necesario para la celebración de los oficios litúrgicos en los poblados vecinos y en donde haga falta. (...)

Al divisar el automóvil del padre, los niños corren con alborozo, tocando todas las puertas y anunciando que viene el nuevo sacerdote. Pocos minutos después, todos los vecinos se hallan reunidos en el centro del lugar. Las mujeres se dicen recíprocamente:

—¡Después de tantos años viene un sacerdote a bendecir nuestros hogares!

La bendición de todas las casas dura unas tres horas. Pero aún queda una por visitar, la más lejana, situada en las afueras del poblado. Algunos vecinos se ofrecen para llevar el agua bendita a quienes viven allí, y explicarles que el sacerdote está agotado después de tanto trajín. Sin embargo, las dos mujeres que habitan la casa, madre e hija, les dicen que prefieren que venga el sacerdote. Cuando este finalmente aparece, ambas besan con fervor la Santa Cruz. Después, conducen al sacerdote y a toda la comitiva de vecinos por todas las habitaciones, para que sean rociadas con el agua bendita. En un momento dado, todos se dan cuenta de que en una de las recámaras yace una joven enferma.

—Padre, mi nieta... Tiene dieciocho años. Es una niña muy buena. Está pasando por una dura prueba, pero Dios es grande.

La mamá de la chica se sienta a su lado y se echa a llorar desconsoladamente. Luego de unos instantes, se levanta, se seca las lágrimas y, junto con la anciana, se acerca al sacerdote, como temerosa de pedirle algo.

—Padre, hay algo que queremos pedirle... La chica que acaba de bendecir está muy enferma, se ha quedado tetrapléjica. Fue bautizada hace tres años. Desde entonces ayuna todos los días con severidad y no come carne. Los miércoles y los viernes ni siquiera consume aceite. Ora con fervor y desde hace mucho espera que venga un sacerdote a darle la Santa Comunión. Estábamos pensando que talvez usted podría... mañana...

—Mañana es la fiesta de la Epifanía. Es un día muy grande. La iglesia va a estar llena de fieles. Comulgarán y después se irán al mar a arrojar la Santa Cruz, según la tradición. Les digo esto, para que entiendan que no puedo venir temprano...

—No importa, padre. Lo esperaremos el tiempo que haga falta. Cuando nuestra niña lo sepa, empezará a ayunar con mayor rigor y ni siquiera beberá agua. Este es su mayor anhelo. ¡Así, padre, si no es un problema para usted, lo esperamos mañana!

Al día siguiente, al mediodía, el mismo automóvil, con las mismas personas, se dirige a Piliuri. Nadie habla. Al llegar al poblado, descienden y empiezan a caminar hacia el lejano paraje en donde les esperan. Al frente, un chico lleva una candela encendida. Cuando llegan a la casa, son recibidos por las dos mujeres, quienes lloran de alegría, se persignan y hacen postraciones hasta el suelo para expresar su gratitud. Entran en la casa y conducen al sacerdote a la habitación de la chica.

—La sierva de Dios, Elefteria, recibe el sagrado Cuerpo y la preciosa Sangre de nuestro Señor...

Sin embargo, antes de darle la comunión a la muchacha, el sacerdote se detiene. Algo pasa. Cierra y abre los ojos, como si algo le molestara. Pone la cucharilla en el Santo Cáliz y se frota los ojos, que se le han nublado por alguna extraña razón. Confundido, no entiende lo que está ocurriendo. Los ojos de Elefteria, dirigidos al Santo Cáliz, brillan, resplandecen. Y lo hacen con tanta fuerza, que el sacerdote, asombrado, no puede distinguir el rostro de la joven. Una luz muy poderosa, que crece y crece en intensidad, se esparce por toda la habitación. El sacerdote siente que esa luz lo envuelve y, cosa extraña, lo llena como de un agradable calor. Se asusta. No se trata de una luz del color del fuego, sino de una luz blanca, muy fuerte, pero no cegadora, sino fina. Es tan fuerte, que el sacerdote es incapaz de ver el rostro y la boca de la chica.

Deslumbrado y tratando de que no le tiemble la mano, el sacerdote consigue darle la Comunión a Elefteria, intentando adivinar en donde está su rostro. Y se da cuenta de que la chica ha comulgado, sólo cuando siente que la cucharilla toca sus dientes.

—¡Muchas gracias, padre!, escucha la débil voz de la muchacha.

Irguiéndose, el sacerdote quiere dirigirse a la habitación contigua, para consumir lo que ha quedado en el Santo Cáliz, pero no puede. Saluda con una reverencia a sus anfitrionas y les hace un gesto con la mano a los estudiantes que lo acompañan para que salgan. Las mujeres, agradecidas, le dicen al padre que no hace falta que se vaya tan pronto, que él y los estudiantes son bienvenidos y que pueden pernoctar ahí. Sin embargo, el sacerdote no alcanza a escuchar nada. Sostiene con fuerza el Cáliz y se adentra apresuradamente en el bosque que rodea a la casa de las mujeres. Camina con rapidez, pero aún siente un estremecimiento que le recorre todo el cuerpo. En un momento dado, se detiene, pensativo, recordando lo que acaba de vivir, y consume lleno de admiración la Santa Comunión...»

(Traducido de: Ieromonah Eftimie Athonitul, Asceţi în lume, volumul I, traducere din limba greacă de Ieroschimonah Ştefan Nuţescu, Schitul Lacu din Sfântul Munte Athos, Editura Evanghelismos, Bucureşti, 2009, pp. 343-347)