“Aunque no creas, yo oro por ti, hermano”
Tomando en cuenta el sacrificio que Cristo hizo también por ellos, apiadémonos de nuestros semejantes que no creen, viéndolos como unos muertos en vida y orando a nuestro Señor para que resucite sus almas en la fe.
Tenemos que pensar en los ateos, en primer lugar, como personas, como los más pobres de todos los humanos, como seres que han sido envenenados y no solo como envenenadores. Y el hecho de que ellos son los más pobres de los hombres es muy evidente, porque si otros pobres no tienen pan, ni ropa, ni casa, ni salud, sí que tienen a Dios en sus corazones, y Él es el Dador de todos los dones. En Él tienen puesta su esperanza, porque saben que es su Creador. Pero los ateos no tienen ni esto. No tienen ese bien, el más grande de todos, que pueden y debe tener todos los hombres: no tienen a Dios.
En consecuencia, nuestra actitud hacia los ateos debe ser de misericordia, no de odio. Si ellos mismos decidieron degradarse, acordémonos del altísimo precio con que todos fuimos redimidos. “Porque Cristo murió por los pecadores”, dice el Apóstol (Romanos 5, 6). Así pues, tomando en cuenta el sacrificio que Cristo hizo también por ellos, apiadémonos de aquellos que no creen, viéndolos como unos muertos en vida y orando a nuestro Señor para que resucite sus almas en la fe.
(Traducido de: Episcopul Nicolae Velimirovici, Răspunsuri la întrebări ale lumii de astăzi, vol. 2, Editura Sophia, Bucureşti, 2003, p. 144)