Buscar la luz es buscar a Dios
La fiesta de la Transfiguración pone ante nuestros ojos la luz y el deseo de ser iluminados. Buscando y amando la luz, no amamos sino a Dios.
El punto de partida más profundo de la vida monacal es la luz divina. El anhelo de ser iluminado, es decir, la añoranza de ver la luz y rebosar de ella, constituye el propósito esencial del monje. Incluso aquel que debe hacer frente a toda clase de pensamientos, tentaciones, responsabilidades, tristezas y caídas, en el seno de su alma encierra el anhelo de la luz, y muchas veces solamente esto.
Este punto es de una importancia vital, porque puede conducir al monje sea a lo más alto, o a las pasiones y engaños, hasta llegar a la pérdida de Dios Mismo. Por eso es que los Santos Padres dicen que el matrimonio, a pesar de ser algo terrenal y carnal, es el camino de la seguridad. Al contrario, la vida monástica es como subir al risco más elevado, ante el cual se muestra el horizonte entero y desde donde puede contemplar por completo a Dios, aunque sin la seguridad que sí tiene el matrimonio. Y es que el hombre, debido a su deseo de ser iluminado y deificado, puede sufrir lo mismo que Adán, es decir, ser arrastrado a la pérdida de Dios y a ser expulsado del Paraíso. El maligno, conocedor de lo profundo del alma de Adán y su deseo de deificarse, lo atacó justamente en ese punto, obteniendo una rotunda victoria en su empresa. ¿Por qué? Porque lo sacó de la vida de Dios, y fue necesario un suplicio completo, incluyendo Su muerte y Resurrección, para que pudiera —después del esfuerzo pedagógico que por tantos siglos había hecho Dios, con leyes, ángeles y profetas—, volver a la belleza original.
Es muy fácil que el camino de Adán se convierta en el del monje. Los más desoladores naufragios en la vida monacal provienen de ese mismo anhelo. Los hombres que naufragan debido a las distintas tendencias “espirituales”, las diversas corrientes místicas de la época actual, el ardor juvenil o ciertas visiones filosóficas, en lo profundo de su alma encierran la misma orientación tabórica, y eso es lo que buscan.
La fiesta de la Transfiguración pone ante nuestros ojos la luz y el deseo de ser iluminados. Buscando y amando la luz, no amamos sino a Dios. Porque, dice nuestra Iglesia, a Él lo podemos ver solamente como luz, así como participar de Su vida y gozar de ella. Esto sucede también en el Antiguo Testamento, incluso en las tiendas y comunidades de judíos, cuando vivían en el desierto, e incluso en los profetas y en todos los que vieron a Dios, pero especialmente en el Nuevo Testamento y en la historia de nuestra Iglesia.
Evidentemente, el Ser de Dios no es luz, porque si así fuera, Dios no sería más nuestro Dios. Dios, por el hecho de estar afuera y más allá de cualquier sustancia entendida por el hombre, no puede ser ni siquiera luz. Pero actúa, en lo que respecta a nosotros, como la luz, que constituye una de Sus características. En realidad, no es posible hablar de las “características” de Dios, porque estaríamos refiriéndonos a un Dios antropomorfo. Le atribuimos las características de nuestro propio pensamiento, movimientos y vida, e incluso de nuestras propias vivencias. Dios es, de forma cierta y más allá de cualquier “cualidad”, pero, en todo caso, debemos decir que Él obra como la luz. Así, quien ame la luz estará amando también a Dios.
(Traducido de: Arhimandritul Emilianos Simonopetritul, Cuvinte mistagogice la sărbători, Editura Indiktos, Athena, 2014, traducere de Laura Enache)