¡Busquemos, hermano, las cosas importantes, las que nos llevan a Dios!
¡Cree y sigue creyendo en las bondades eternas! De corazón te digo que, si desprecias las cosas del mundo, sin vacilar empezarás a buscar fervientemente las del Cielo.
¡Hermano cristiano, rico o pobre, honorable o modesto! ¡Volvamos, de las cosas del mundo, al camino que nos lleva al Señor! ¡Abramos los ojos de nuestra alma y acudamos raudos a la divina Cena, plenamente convencidos por la palabra divina con la que Él nos llama! Dios nos invita a una felicidad infinita, celestial, eterna e incomparable. ¿Por qué, entonces, atesorar en nuestros corazones esas cosas que no son nada en sí mismas y a las que, tarde o temprano, dejaremos atrás? Sin embargo, parece que en vano nos aconseja el Apóstol: “No améis al mundo ni lo que hay en él” (I Juan 2, 15); y también: “Por consiguiente, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Colosenses 3, 1-2), porque el amor al mundo nos sigue impidiendo acercarnos a ese excelso Banquete.
¡Hermano cristiano, apártate de las bondades de este mundo, porque en la vida eterna recibiremos todo lo que necesitamos, y aún muchas más bondades, “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó” (I Corintios 2, 9)! ¡Cree y sigue creyendo en las bondades eternas! De corazón te digo que, si desprecias las cosas del mundo, sin vacilar empezarás a buscar fervientemente las del Cielo.
(Traducido de: Sfântul Tihon din Zadonsk, Comoară duhovnicească, din lume adunată, Editura Egumenița, Galați, 2008, p. 77)