¡Que la oración brote de lo profundo de nuestro corazón!
De esta forma podemos obtener, inmediata y directamente, el sentido del diálogo, pero no del diálogo en sí mismo, sino del clamor.
Cada uno debería cultivar su fuerza espiritual, esa que Dios le otorgó; además, todos tendríamos que cultivar los sentidos espirituales, que reciben el nombre de “sentidos inteligibles”[1] ya que estos pueden llegar a “tocar” a Dios, constituyendo lo que conocemos como “parte inteligible”. Esta parte puede tender hacia Dios y dirigirse a Él, digamos que para entablar un diálogo. Así, esa “parte inteligible” debería unirse absolutamente con la parte racional, con la razón, para que todo ese “ser” espiritual de nuestra existencia pueda volverse a Dios, dirigirse a Él, tender a Él.
De esta forma podemos obtener, inmediata y directamente, el sentido del diálogo, pero no del diálogo en sí mismo, sino del clamor, desde que aún lucho y todavía no he vencido, estando lejos de Dios. Yo estoy aquí y Dios está en lo alto, en los Cielos. Yo soy ínfimo y Él, infinito. Yo soy arcilla y Él es espíritu. Él es algo celestial. Es algo distinto. ¿Cómo, entonces, podría yo unirme a Él y hablarle? ¡No puedo llamarle...! ¡Por eso es que le clamo! “¡Padre, Creador mío!”. Y si Él está en alguna parte, me responderá. Y si le escucho responder, empezaré a hablar con Él.
Estamos aún aquí, en un lugar en el que no podemos ver a Dios. No lo escuchamos. No lo entendemos. No lo conocemos. Vivimos en un desconocimiento total, en un olvido esencialmente completo. Ni me acuerdo de Dios, ni tan siquiera lo conozco. Por eso es que lo llamo incesantemente, para que se apiade de mí, para que me responda. Y cuando Él me responda, entonces podré empezar a dialogar con Dios. ¡Así empieza la oración! Hoy tenemos experiencias que, como dije, vivimos para orar.
Pero, entendámoslo, aún no hemos empezado a orar. Por eso, como podemos ver, vivimos la oración, al empezar a orar, como un grito que viene desde adentro, desde las profundidades de nuestra alma. Puede que oremos con la boca. Puede que oigamos nuestro propio clamor. Puede que ocurra aquí, en nuestra propia boca, en nuestra garganta. Pero también puede suceder dentro de nuestro corazón. En vez de movérsenos las cuerdas vocales, puede que vibren las de nuestro corazón, provocando este clamor del espíritu. No importa. Lo importante es que desde nuestro corazón brote una oración. Quien lucha puede entender esto, discernirlo, y distinguir cuando habla con la boca, cuando habla con el corazón y cuando quien habla es el espíritu, justo cuando el corazón no es capaz de hacerlo. Es necesario que el Espíritu hable plenamente en el corazón. Poco a poco podrá concienciar, aprenderá a distinguir. Esto mismo es lo que ocurre, por ejemplo, cuando te distingo a ti al verte con frecuencia,. Así, puede que los labios se muevan, o no. Lo importante es que brote un clamor desde lo profundo, un grito que estremezca los cielos, como una poderosa bomba, como un terremoto, que inste a Dios a responder y decirnos: “¿Para qué me llamas?”[2]
Puedo estar erguido, de pie, para mostrar con esto mi dirección hacia Dios, mi lucha, mi diligencia. Puedo estar de rodillas, para mostrar mi humildad e indignidad. Puedo estar postrado hasta el suelo, para mostrar lo vacío que me siento y el fracaso que he sido hasta hoy, para que Dios se apiade de mí y me responda con mayor rapidez. Puedo caminar con la cuerda de oración entre mis manos, clamando o no, para superar mi debilidad, para apartar el sueño. Puedo trabajar, con tal de desvanecer la desidia. Puedo subir y bajar la montaña o cargar pesadas piedras, para vencer la debilidad de mi carne, porque es posible que mi espíritu sea perseverante, pero mi cuerpo siga siendo débil. Puedo tener cualquier estado y cualquier talante. Lo que debo sentir en mi interior es que ese clamor proviene de lo profundo, para que Dios lo escuche en algún momento. Muchas veces grito: “¡Padre, Creador mío!”, “¡Padre, Creador mío!”. Y luego de cinco, diez o veinte veces, puede que Él me escuche o puede que en aquel momento ore, cante o salmodie, y no escuche mi voz.
Tendré que despertarlo yo, como lo hiciera el Apóstol: “¿Duermes, Señor?”[3], “¿No te importa que perezcamos?”. Y Él se levantó, porque no dormía, y respondió: “¡Cálmate!” y le dijo al mar: “¡Cállate, tranquilízate!”.[4], deteniéndose la tormenta. Y así como a ti te parece que el techo podría derrumbarse de tanto clamor o que tu pecho va a reventar cuando de su interior brota un grito agónico, así debe ser nuestra oración, para que Dios nos escuche. Esto es lo que Él quiere.
(Traducido de: Despre Dumnezeu. Rațiunea simțirii, Indiktos, Atena 2004)
[1] San Juan Climaco: “La mente inteligible se enciende inmediatamente con un sentido inteligible, estando y no estando en nosotros, para que no dejemos de buscarlo”. Diadoco de Fótice: “Por medio del amor... el alma se une a las virtudes de Dios; por medio del sentido inteligible sigue las huellas de Dios”.