¿Cómo enfrentar los pensamientos de orgullo?
Medita que todas las cosas que has hecho no son precisamente en la luz y de acuerdo al don que se te dio para que las conozcas y las realices, sino que muchas de ellas son imperfectas y lejos del objetivo puro de la perseverancia obligatoria. Por eso, cuando entiendas bien todo esto, verás que lo mejor es avergonzarte de tus virtudes, que satisfacerse en vano y envanecerte de ellas.
Si el recuerdo de tus buenas obras te lleva al orgullo, piensa que todo esto viene de Dios y no de tí y, como si hablaras con ellas, dí lo siguiente (recordando que cualquier cosa buena que hagas y cualquier don que recibas se debe a Dios y que es grande tu obligación frente a Él. Meditando esto, no sólo no te envanecerás por tus virtudes y cualidades, sino que también descenderás a lo profundo de la humildad y sabrás que no tienes nada digno para agradecer plenamente por esos dones espirituales):
“¡No sé, oh pensamientos míos, cómo han aparecido en mi mente! No soy yo el autor de mis buenas obras, sino el buen Dios y Su Gracia. Él los hizo crecer y los ha cuidado. Entonces, sólo a Él deseo conocer, como Padre Original y Realizador. A Él agradezco y a Él alabo”.
Medita que todas las cosas que has hecho no son precisamente en la luz y de acuerdo al don que se te dio para que las conozcas y las realices, sino que muchas de ellas son imperfectas y lejos del objetivo puro de la perseverancia obligatoria. Por eso, cuando entiendas bien todo esto, verás que lo mejor es avergonzarte de tus virtudes, que satisfacerse en vano y envanecerte de ellas. Porque es suficientemente cierto que las virtudes naturales de Dios, que estamos obligados a practicar, siendo en sí mismas puras y perfectas, de alguna manera se profanan debido a nuestras carencias e insuficiencias.
Luego compara tus actos con los de los santos, verdaderos amigos y siervos de Dios, y verás que tus actos más importantes son, en verdad, nimiedades y muchas veces de niguna honra. (...)
En breve: si elevas tu mente a la divina e infinita grandeza de tu Dios (“frente a la cual ni siquiera los cielos son puros”, como está escrito en Job 15, 15), verás bien que, en todo lo tuyo, no debes enorgullecerte y enaltecer tu mente, sino más bien debes aterrarte y temblar, no importando cuán santo o perfecto seas. Estás obligado a decir, con toda tu alma y hacia Dios, las palabras del publicano humilde: “Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador”.
(Traducido de: Sfântul Nicodim Aghioritul, Războiul nevăzut, Editura Egumenița, Galați, pp. 119-120)