¿Cómo reconocer el ícono ortodoxo de la Madre del Señor?
El ícono más común es aquel en el que la Virgen aparece con su Hijo en brazos. Ella se mostró al mundo por su Hijo. Su misión en el mundo se realizó “en” su Hijo, para que nadie viera en ella a la mujer, sino —por siempre y para siempre— a la madre.
“Me envías, con tu carta, una popular imagen conocida como la Santa Madre de Dios. En ella aparece una mujer joven, jubilosa, con el pelo cayéndole sobre los hombros, con rostro rollizo, labios colorados y vistosos ropajes. Sin el Niño en sus brazos. Tú mismo comprobaste que no es una representación ortodoxa de la Madre del Señor, y me consultas cómo reconocer un ícono ortodoxo de la Virgen María.
Bien. Los íconos ortodoxos de la Madre del Señor se reconocen inmediatamente por tener tres estrellas: una en la frente de la Virgen y las otras dos en cada uno de sus hombros. Esas tres estrellas simbolizan la virginidad de la Madre del Señor antes, durante y después de dar a luz.
Pasemos ahora al color de las vestimentas. Como norma, el atuendo de la Madre del Señor se pinta de tres colores principales: dorado, rojo y azul. La vestimenta interior es azul y la que la cubre es roja, mientras que ambas son unidas, entrelazadas y adornadas con detalles dorados. El color dorado simboliza la inmortalidad, el rojo la gloria y el señorío, y el azul, el Cielo. Todo esto significa que la Virgen está vestida con la gloria inmortal; ella, sufriente alguna vez y sierva de Dios en este mundo.
El rostro de la Santa Madre de Dios, en los íconos ortodoxos, jamás es representado rollizo y redondo, sino largo y delgado. Los ojos, grandes y reflexivos. Hay en ella un gesto de serena tristeza, pero también parece que estuviera lista para esbozar una sonrisa de consuelo. Se trata de una tristeza por la infelicidad del mundo y una sonrisa de esperanza en nuestro Buen Dios; sin embargo, tanto esa tristeza como la inminente sonrisa son contenidas, como todo lo demás: en ella todo está sometido al espíritu. Es el rostro de una vencedora que ha vivido todas las amarguras del dolor y la tristeza, y por eso puede ayudar a quienes hoy luchan con el dolor y la congoja.
Su cabello aparece siempre cubierto por completo.
En ningún momento el rostro de la Madre del Señor muestra alguna forma de belleza natural. Al contrario, es representado de una forma tal que aleja cualquier pensamiento de lo físico. Es de una belleza sobrenatural, algo que no puede ser sino expresión de santidad. Ciertamente, al contemplar el rostro de la Virgen María en el ícono ortodoxo, el creyente no puede sino volver su mente hacia la elevada realidad de lo espiritual y la belleza del alma.
La cabeza de la Madre del Señor está ligeramente inclinada hacia el niño Jesús, a quien sostiene junto a su pecho. Esa pequeña reverencia representa su sumisión en todo a la voluntad de Dios, docilidad que ella demostró alguna vez, al escuchar las palabras del Arcángel Gabriel y decir: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según Tu palabra”. Además, representa el hecho que Aquel a quien sostiene en brazos es más grande que ella.
En los íconos ortodoxos, la Madre del Señor es raras veces representada sin el Niño Jesús. Y cuando esto ocurre, es porque ha sido concebida por el iconógrafo como Madre del dolor, a los pies de la Cruz, con las manos entrecruzadas y la cabeza inclinada, a veces con algunas simbólicas espadas dirigidas hacia su corazón. Eso sí, su corazón jamás es representado. Es imposible verlo. El ícono más común es aquel en el que la Virgen aparece con su Hijo en brazos. Ella se mostró al mundo por su Hijo. Su misión en el mundo se realizó “en” su Hijo, para que nadie viera en ella a la mujer, sino —por siempre y para siempre— a la madre. Ella representa la más elevada, pura y santa maternidad, de un extremo al otro del tiempo. Ella es la Madre de nuestro Señor Jesucristo, pero es también nuestra madre, nuestra consoladora y nuestro más pronto auxilio.
¡Que sea, por siempre, tu consuelo y amparo!”.
(Traducido de: Sfântul Nicolae Velimirovici, Răspunsuri la întrebări ale lumii de astăzi: scrisori misionare, Editura Sophia - Press, 2002, p.58)