Palabras de espiritualidad

¿Cómo reconocer nuestra oscuridad espiritual y mental?

    • Foto: Adrian Sarbu

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Si empezamos a repetir la “Oración de Jesús” (“Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”) de forma sistemática, ordenada, pero también en todo momento, nuestra plegaria destruirá el muro del auto-engaño, descubriéndonos toda nuestra nimiedad.

Padre, usted nos habla de la necesidad de ser conscientes de nuestras enfermedades espirituales, pero antes dijo que la enfermedad es la ceguera de la mente. Entonces, ¿cómo podemos ver que sufrimos de esa enfermedad, es decir, de la ceguera y la oscuridad de la mente? Usted puso el ejemplo de las enfermedades físicas, pero, en tales casos, el dolor nos avisa y corremos inmediatamente a buscar un médico. Sin embargo, cuando se trata de la mente, ¿cómo darnos cuenta de que estamos enfermos, si no sentimos ningún dolor?

 —Es una pregunta que me parece es la hija de nuestros tiempos. Y me voy a explicar. Se nos ha enseñado que la vida espiritual consiste en observar nuestras virtudes. Desde pequeños se nos enseña a ponernos una calificación diaria en lo que respecta a nuestras virtudes y buenas acciones. De hecho, eso es puro pietismo. Nosotros, los ortodoxos, no nos fijamos en nuestras virtudes, sino en las pasiones que tenemos. Nuestro propósito es sanar de nuestras pasiones. Nos esforzamos en respetar los mandamientos de Cristo. Haciendo esto, el cuerpo se somete al alma, y el alma, a la voluntad de Dios. Así es como nacen las virtudes, que son el fruto del Espíritu Santo. Luego, si no conseguimos ser conscientes del padecimiento que nos provocan las pasiones, de la confusión generada por la razón, de la agitación engendrada por los pensamientos de incertidumbre y desesperanza, o de remordimientos y figuraciones, recurrimos a examinar la Santa Escritura y los textos de los Santos Padres de la Iglesia. Así es como podemos reconocer nuestras carencias o, mejor dicho, sentir que estamos enfermos. Las palabras de los profetas, los apóstoles y los santos son nuestro espejo espiritual. Estudiando sus hagiografías y sus textos, llegamos a reconocer nuestro penoso estado interior. Conociendo los sufrimientos de los santos mártires, empezamos a ser conscientes de nuestra falta de fe. Leyendo la vida de tantos santos, nos damos cuenta de nuestra propia inercia espiritual.

Hay otras dos formas de reconocer nuestro estado espiritual. La primera es la venida de la Gracia de Dios. La Gracia es la Luz de Dios. Cuando hablamos de la visión de la Luz no-creada, entendemos la Gracia de Dios. Algunas veces, Dios permite que el hombre vea Su Gracia como una Luz. Así, cuando la Gracia viene a nuestro corazón, nos revela nuestro estado. El mismo Apóstol Pablo, después de haber visto a Cristo en Su gloria, ser retiró al desierto y vivió en un profundo y perfecto arrepentimiento. La contrición es una cosa complicada para el hombre carnal. Pero, cuando a su alma viene la Gracia de Dios, este empieza a ver su soledad y a llorar al reconocer su miseria. El primer contacto de la Gracia es sensible, como dice San Juan Climaco, como un fuego que quema las pasiones. Mientras más fuerte es ese fuego, más se converte en Luz no-creada. La perfecta y profunda contrición demuestra que el tiempo de la Gracia ha venido. Hay también otra manera de darnos cuenta de nuestro estado espiritual: el fracaso total de nuestra vida. Cuando se nos quitan los pilares en los que hemos apoyado nuestra vida entera, cuando llegamos a decir, como los discípulos en el camino de Emaús: “Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel” (Lucas 24, 21), somos capaces de ver a Cristo y buscar la vida nueva que Él nos da. El fracaso en nuestra vida personal, familiar o social nos lleva a un nuevo comienzo. Entonces, si tenemos una inclinación interior, encontraremos la salida, que es Cristo. La desesperanza terrenal, unida a la esperanza en Dios, nos puede llevar a ser conscientes de nuestro propio estado espiritual. Si agregamos otros medios a los ya mencionados aquí, podremos abrir la senda a la salvación. Es decir, si empezamos a repetir la “Oración de Jesús” (“Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”) de forma sistemática, ordenada, pero también en todo momento, nuestra plegaria destruirá el muro del auto-engaño, descubriéndonos toda nuestra nimiedad.

(Traducido de: Mitropolit Hieroteos Vlachos, Boala şi tămăduirea sufletului în tradiţia ortodoxă,  Editura Sophia, ediţie electronică; p. 29)