Palabras de espiritualidad

Con el matrimonio se rehace la unidad entre hombre y mujer

  • Foto: Benedict Both

    Foto: Benedict Both

Todo esto constituye un misterio asombroso. Es la perfección del ser humano manifestada en dos individuos.

Con el Sacramento del Matrimonio se realiza algo que, de otra forma, con las simples capacidades humanas, no se podría realizar. Es el momento cuando se rehace —en la medida de lo posible, según los límites de este mundo caído en pecado— la unión entre hombre y mujer, la integridad de la humanidad de la que se nos habla al comienzo del Génesis. Se trata de un momento de importancia colosal. Es el momento cuando los dos, porque se aman tanto, pueden hacerse un solo cuerpo, no sólo un cuerpo físico, sino una sola realidad espiritual, que incluye también la diferencia de almas.

En el Antiguo Testamento encontramos cómo el hombre fue creado íntegramente. De igual forma, de acuerdo a las enseñanzas de algunos de los Padres (que no las de todos), en él se hallaba tanto lo masculino como lo femenino. Paulatinamente, el hombre empezó a crecer, a madurar, hasta que llegó el momento en el que en un sólo hombre no podía caber más la perfección tanto de lo femenino como de lo masculino. Entonces, Dios le presentó al hombre todos los animales para que viera cómo en todas las especies existían los dos sexos, y sintió —dice la Escritura— que solamente él estaba solo.

Así, después de que se dio cuenta de su soledad, Dios le indujo el sueño, para separar en él lo masculino de lo femenino. Y no lo hizo de una forma absoluta, sin dejar algo en ambos de los rasgos del sexo opuesto. En cada uno dejó algo del otro, para que pudiera reconocerse a sí mismo en el otro ser; así, él y ella siguieron siendo uno.

Cuando Adán vio a Eva, exclamó: “¡Esta es ahora huesos de mis huesos y carne de mi carne!”. Es como si dijera: “Esta soy yo también”, y a la vez. “Me hallo ante mí mismo”. Ese “yo” era tan un “yo”, una unidad completa en el espíritu, que ambos fueron incapaces de verse desnudos, sino que se vieron como una unidad, como una sola persona en dos individuos.

Ulteriormente, cuando la caída tuvo lugar, ambos se descubrieron desnudos, es decir, ajenos el uno del otro. Y he aquí que desde ese momento empezó la lucha por volver a ser uno, la atracción del uno hacia el otro, una atracción ciega, el grito: “¡Vuelve a mí!”. Y esto ocurría en el amor nupcial, en el amor de dos que, viéndose el uno al otro, se reconocían el uno en el otro y, a la vez, reconocían en el otro no sus propios límites, sino una nueva perfección, una nueva belleza, un nuevo sentido.

Y entonces el matrimonio, es decir, este misterio del encuentro, se realizaba cuando se miraban el uno al otro y se reconocían en el otro, y no sólo se reconocían simplemente a sí mismos, sino a sí mismos en la perfección de la vida, misma que podían alcanzar solamente en su unión con el otro. Uniéndose, se hacían uno, tanto física como espiritualmente (en los límites del mundo caído).

Todo esto constituye un misterio asombroso. Es la perfección del hombre manifestada en dos individuos. Precisamente por eso es que hablamos también de un Sacramento. Ahora la separación, consecuencia del pecado, es apartada —aún parcialmente, pero de forma significativa, decisiva— y ambos vuelven a ser uno.

(Traducido de: Cum să ne întemeiem o familie ortodoxă: 250 de sfaturi înţelepte pentru soţ şi soţie de la sfinţi şi mari duhovnici, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, Bucureşti, 2011, p. 30-32)