Es una gran desgracia que no creas en Dios, aún sabiendo que Él existe. Cristo le habló de esta infelicidad a Tomás, después de que este introdujo sus dedos en Sus heridas: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!” (Juan 20, 29). Cuando Cristo llama “felices” a los que creen sin haber visto, da a entender que los que han visto a Dios y han creído son infelices. Más tarde, el Apóstol Pablo hablará de esa fe y dirá que no puedes creer en lo que has visto, porque la fe no es algo que pueda verse, sino la certeza de lo que se espera, de lo que no se ve (II Corintios 5, 7).

La fe es una virtud que revela la profundidad del hombre, porque este, sin ver eso en lo que cree, lo siente y lo vive como otro que sí lo puede ver. También Pablo era infeliz desde este punto de vista. Cuando habla de la fe sin haber visto, aparentemente, Pablo reprende a quienes buscaban milagros, pero creo que, en primer lugar, se reprende a sí mismo, porque él tampoco creyó desde el princpio, cuando perseguía y mataba a los cristianos, hasta que vio a Cristo con sus propios ojos en el camino a Damasco (Hechos 9, 3). Posteriormente, Pablo habla de una espina que tiene clavada en su cuerpo, que lo castiga y no lo deja envanecerse. Personalmente, creo que esa espina de Pablo era la infelicidad de haber visto a Cristo con sus ojos antes de creer en Él. Que Pablo vivía esa humildad lo vemos también en su forma de empezar sus epístolas: “Yo, Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo” (I Corintios 1, 1). Él dice “llamado”, aunque quizás podría haber dicho “recogido” o “tomado”, es decir, alguien que carece de todo mérito.

(Traducido de: Ieromonahul Savatie Baştovoi, Dragostea care ne sminteşte, Editura Marineasa, Timişoara, 2003, pp. 70-71)