Crisis, engaños y clarificaciones
Dios respeta verdaderamente nuestra libertad y nos ama con todo y nuestras debilidades, si tiene el poder de mantener a Su lado a aquellos que sabe que le traicionarán. ¡Un Dios que nos ama tanto, que nos demuestra tanta confianza, pero que valora tanto nuestra libertad, no puede ser sino un Dios digno de ser añorado y buscado!
Entre los doce discípulos más cercanos a Cristo, elegidos por Él, hubo dos que en algún momento cometerían terribles actos de traición: estamos hablando de Judas, quien lo vendió, y Pedro (Kefás), quien públicamente lo negó tres veces. ¿Es que el Señor no sabía a quién estaba eligiendo? ¿Acaso no pudo examinar sus corazones y notar su debilidad? Claro que sí. Vemos, incluso, que le advierte a cada uno de ellos que conoce que habrán de traicionarlo. ¿Entonces? ¿Por qué los siguió tolerando a Su lado, confiándoles incluso la misión de divulgar el Evangelio, y concediéndoles el poder de obrar milagros (Lucas 10, 1-20)?
Evidentemente, hay una sola respuesta posible: por amor. Por ese amor que Cristo rebosaba sobre Sus discípulas para sanar sus frágiles corazones, predispuestos a tal clase de actos, bajo la influencia del demonio. Sabía que solamente manteniéndolos cerca aumentaban las posiblidades de que estos espabilaran y volvieran su corazón a Dios (es decir, se purificaran). Lo esperó de Pedro, quien se arrepintió, y también lo esperó de Judas Iscariote, quien, al contrario, eligió ahorcarse (eligió, no fue predestinado a ello; sobre Judas se profetizó/previó que vendería a Cristo —del mismo modo en que desde antes se dijo que Pedro habría de negar al Señor—, pero en ninguna parte se dijo qué haría después de dicho gesto de traición. Es decir que podría habrse arrepentido).
¡El hecho de que Judas y Pedro hayan traicionado al Señor no significa que lo que Él les enseñó fuera menos cierto, y tampoco disminuye ni un ápice del valor de Sus enseñanzas! Mucho menos constituye una excusa válida para justificar nuestra falta de fe. Al contrario, puede fortalecernos en el convencimiento de que Dios respeta verdaderamente nuestra libertad y nos ama con todo y nuestras debilidades, si tiene el poder de mantener a Su lado a aquellos que sabe que le traicionarán. ¡Un Dios que nos ama tanto, que nos demuestra tanta confianza, pero que valora tanto nuestra libertad, no puede ser sino un Dios digno de ser añorado y buscado! ¡El Único al que se debe adorar!
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La auténtica no-discriminación significa amar a la persona, indiferentemente de su estado moral y su condición social. Proclamando, con la fuerza de la ley, el hecho de que no hay anormalidad ni enfermedad en los comportamientos desviados, no haces sino mover el fundamento de la no-discriminación, de la valoración de cada individuo, es decir, una cosa positiva, a la negación de la existencia de alguna causa para diferenciar entre los actos de las personas. Pero esta forma de pensar no solamente no ayuda a los “discriminados”, sino que, al contrario, les genera desesperación. Es la desesperación que inundaría también al enfermo de cáncer si, en vez de asegurársele el cuidado médico correspondiente, se le engañara con la idea de que es absolutamente natural lo que está experimentando, porque no se trata sino de otro modo de vida ¡Pero es que ninguna ideología puede erigirse en remedio de nada! Y tampoco puede resolver las crisis actuales de la humanidad.
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¡Pidámosle al Señor todo lo que necesitamos para poder vivir, con lágrimas de arrepentimiento en los ojos! De la misma manera en que corresponde orar a Dios en estos momentos en los que la tierra está sedienta de agua, también nosotros debemos pedirle al Señor que “permita que venga a la tierra una lluvia serena y el rocío que da frutos”. Hay algunos que dicen que estas oraciones de los sacerdotes y los fieles no son más que “un resabio de la mentalidad medieval”, mentalidad opuesta al pensamiento iluminado de la actualidad, que propone sistemas de irrigación y construcción de pozos más profundos. De hecho, no hay ninguna contradicción entre esta clase de acciones y las oraciones de la Iglesia. ¿Es que nuestras largas letanías nos impiden hacer pozos más profundos y reconstruir los sistemas de riego en la agricultura? Cada uno está llamado a cumplir con su deber, a trabajar con amor, según su talento, por el bien colectivo. También hay oraciones por la salud de los fieles, pero jamás veremos a un sacerdote diciendo que lo que necesita un hombre con la pierna fracturada es asistir a la Santa Unción, en vez de enviarlo con el traumatólogo o el ortopedista. La oración acompaña, no sustituye el tratamiento médico.
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Si queremos alzarnos más ante los ojos de Dios, tenemos que “descendernos” más ante nuestros propios ojos. Cualquier tentativa de enaltecernos terminará arrastrándonos al abismo de la vanidad. Lo mismo que le pasó a Ícaro, quien puso toda su esperanza en las alas de plumas pegadas con cera, que se derritió al acercarse al sol. Luego, si nos hacemos humildes, aunque Dios nos nos enaltezca o los demás no nos honren, no tendremos hacia dónde caer. San Macario el Grande lo explica así: “El humilde nunca cae. Hallándose más abajo que los demás, ¿a dónde podría caer?”. ¿Puede decirse más claro?