Palabras de espiritualidad

Cristo cuida las heridas de nuestra alma

  • Foto: Stefan Cojocariu

    Foto: Stefan Cojocariu

El cuerpo humano está enfermo. El profeta Isaías lo describe perfectamente: “Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él nada sano: heridas, contusiones, llagas vivas, no curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite” (Isaías 1, 6).

Para conocer, aún “como por medio de un espejo, confusamente” (I Corintios 13, 12), la forma en que nuestro Señor Jesucristo padeció para transformar nuestra naturaleza física en una oración que refleje, al menos sutilmente, Su plegaria en Getsemaní, cuando la noche más trágica de la historia del mundo, debemos aceptar la dificultad que esto implica. La adversidad abre el corazón al sufrimiento del mundo entero. La última fase de esta enorme ciencia del amor universal viene cuando alcanzamos el umbral de una nueva vida, cuando “morimos”. Muchos, especialmente en nuestros días, se mantienen más o menos conscientes en las últimas horas de su vida, y mueren sin oración. Por eso, sería bueno que los cristianos pasaran por la muerte en un estado de oración, entendiendo que se acerca el tiempo del Juicio. A menudo, morimos de forma paulatina; y, en virtud de esta experiencia gradual de la muerte, nos hacemos poco a poco más capaces de asumir la tragedia de la historia humana y de comprender el misterio del Getsemaní, y talvez el del Gólgota también.

En la persona del primer Adán, la humanidad entera sufrió una catástrofe atroz, una enajenación que es la raíz de todas las enajenaciones. El cuerpo fue herido, los huesos fueron molidos, el rostro —la imagen de Dios— fue desfigurada. Las siguientes generaciones agregaron muchas más ofensas y huesos rotos al primer hombre creado. El cuerpo humano está enfermo. El profeta Isaías lo describe perfectamente: “Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él nada sano: heridas, contusiones, llagas vivas, no curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite” (Isaías 1, 6). El más leve roce es un tormento. Cuando los hombres se enferman, se dan cuenta de que los demás quieren ayudarles y se confían con agradecimiento a las manos de los médicos; pero cuando enfrentan algún sufrimiento espiritual, se llenan de resentimiento y les atribuyen su dolor a algunas intervenciones exteriores. Lo mismo pasa con Cristo: cuidando las heridas de nuestro pecado, Él, el único médico verdadero, le provocó el más agudo dolor a la humanidad. No hay nada más estremecedor que Cristo-Verdad. Todo el mundo le teme a Él.

(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Rugăciunea – experienţa vieţii veşnice, Editura Deisis, Sibiu, 2001, pp. 108-109)