Cristo disipa los límites de nuestra existencia para que podamos amar a todos
“El Reino de Dios”, escribe San Siluano, “significa llevar en nuestro corazón al universo entero y a Dios Mismo, su Creador”.
De forma individual, nos lamentamos por nuestros pecados, pero nuestras pasiones son exactamente las mismas que se enseñorean sobre el mundo entero. Así, lo que vivimos personalmente no es algo distinto a lo que sucede en la vida cósmica. Poco a poco, de forma natural, comenzamos a vivir nuestro propio estado como un reflejo de la humanidad entera. Y empezamos a vivir nuestra vida en un libertinaje general, bajo la mirada de Dios. Sin embargo, con nuestro arrepentimiento no experimentamos solamente un drama personal, sino que vivimos, en nuestro interior, la tragedia de la humanidad entera, el drama de su historia desde el inicio de los tiempos.
En Cristo, nuestra conciencia se libera y nuestra vida pierde los límites que la constreñían. En el mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, tenemos que entender la expresión “como a ti mismo” de esta forma: en cualquier persona, en el Adán entero, me reconozco a mí mismo.
“El Reino de Dios”, escribe San Siluano, “significa llevar en nuestro corazón al universo entero y a Dios Mismo, su Creador”.
Entonces, cuando oremos, hagámoslo por todos y por cada uno en particular. Agreguemos: “Por sus oraciones, ¡ten piedad de mí, Señor!”. Así, de forma repetida, nuestra conciencia quedará libre de toda pasión.
(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Din viață și din duh, Editura Pelerinul, Iași, 1997, pp. 20-2