Cuando Dios falta en el corazón del hombre…
Sometido al poder de la pasión, el hombre caído (que vive en pecado) no sabe, como podemos ver, que el placer jamás puede venir sin la compañía del dolor. Porque, inexorablemente, con el placer viene implícito el suplicio del dolor.
El hombre caído vive en un permanente estado de frustración, en una perpetua insatisfacción existencial. Aunque a veces la realización de algún deseo le dé, por un momento, la ilusión de haber encontrado lo que buscaba, el objeto de anhelo, mismo que por un momento creyó absoluto, siempre termina mostrándose tal cual es: limitado y relativo. Entonces, el hombre descubre el abismo que le separa del verdadero absoluto. Entonces, la tristeza de su corazón, que es la imagen del desasosiego que está afuera de este vacío, fruto de su profunda frustración, crece. Y él intenta, en vano, sanarlo por medio de aquello que le dio origen, en vez de admitir que el vacío que le atormenta es la ausencia de Dios en su alma, el cual solamente Él puede llenar (Juan 4, 14). Así, el hombre se empecina en ver en este vacío un llamado a poseer y regocijarse con otros objetos nuevos, los cuales —sigue creyendo él—, finalmente habrán de otorgarle la añorada felicidad.
Para evitar el dolor que sigue a cualquier placer y para que su interminable necesidad de felicidad alcance su realización, el hombre caído continúa corriendo torpemente detrás de nuevos placeres, mismos que va acumulando y multiplicando, intentando rehacer su totalidad, su continuidad y el absoluto que anhela, convencido de poder conocer el infinito desde ese abismo en el que se hunde cada vez más.
Para demostrar cómo, en la experiencia del hombre caído, el pecado está ligado al dolor, San Máximo el Confesor dice: “Y ya que el placer perverso muere junto con las modalidades que lo producen, el hombre, al conocer por su misma experiencia que cualquier placer tiene como consecuencia, ciertamente, el dolor, se inclina hacia el placer y huye del dolor. Para obtener el primero, lucha con todas sus fuerzas, en tanto que al segundo lo combate sin tregua, creyendo que es posible separar el uno del otro, de tal forma que el amor carnal a sí mismo pueda estar libre del dolor. Sometido al poder de la pasión, él no sabe, como podemos ver, que el placer jamás puede venir sin la compañía del dolor. Porque, inexorablemente, con el placer viene implícito el suplicio del dolor, aunque este parezca oculto a quienes lo prueban, por el hecho de que la pasión del placer es más fuerte. Empeñándose en evitar el dolor con la innovación y la multiplicación de sus placeres, el hombre no hace sino avivar el sufrimiento”.
(Traducido de: Părintele Ioan de la Rarău, Bucurați-vă pururea în Domnul!, Editura Panaghia, 2008, p. 275)