Cuando las flores se convirtieron en clavos
La Semana de la Pasión nos presenta la agonía del ser humano entre la virtud y el pecado, entre lo celestial y lo terrenal, entre el amor y el odio. “Si he hablado mal, demuéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?” es la pregunta retórica que Dios le dirige a una humanidad molesta por la luz de la verdad en Sus palabras.
La Entrada del Señor en Jerusalén nos presenta la anormal oposición entre los pensamientos del hombre y los pensamientos del Señor, entre lo mundano y terrenal, y lo espiritual y celestial. El pueblo recibe a Cristo con flores, mantos extendidos en el suelo y entonando hossanas, como si se tratara de un monarca terrenal, esperando librarse del régimen de dominación extranjera, y que confiando en que Cristo resolverá todos sus problemas existenciales (enfermedades, hambrunas, etc.), tal como lo hiciera antes, motivo por el cual era conocido por todos.
En cambio, ¿qué es lo que vemos? Un Cristo de la paz, humildemente a lomos de un borrico, rechazando la imagen de un guerrero triunfante montado sobre un imponente caballo blanco. Un Jesús de las lágrimas, que no se alegra junto con los hombres, sino que llora por la oscuridad espiritual de la humanidad. Un Mesías de la paz, quien, sorprendentemente, aunque viene voluntariamente a la Crucifixión, no duda en condenar la comercialización de la fe y, en un abrir y cerrar de ojos, limpia de toda impostura la casa de oración del Padre celestial, que había sido convertida en cueva de ladrones por los comerciantes de la fe.
La pedagogía de la Semana de la Pasión se realiza gradualmente, por medio de todo el programa litúrgico de la Iglesia. Los oficios litúrgicos de esta semana nos exhortan, noche a noche, al conocimiento del camino espiritual de la Pasión del Señor, y los puntos que nos guían son puestos ante nuestros ojos espiritales, a semejanza de las señales de tránsito que están a la orilla del camino.
En pocas palabras, el recorrido espiritual de esta Semana es más o menos este (es preciso aclarar que el día litúrgico empieza en la tarde del día astronómico precedente, según los días de la creación, “y fue la tarde y fue la mañana”):
Lunes (la tarde del domingo), recordamos al beato José (el hijo menor del patriarca Jacob) y sus hermanos, una historia que anticipa la vida misma de Cristo. Además, leemos el pasaje evangélico de la higuera estéril, que se secó con la maldición del Señor, que es, de hecho, una advertencia sobre el perjuicio espiritual que sufrimos si erramos en el propósito final de nuestra vida: la perfección espiritual en el amor divino.
Martes (la tarde del lunes), leemos la Parábola de las diez vírgenes, una continuación de la de la higuera, que nos enseña que la perfección se alcanza con el trabajo continuo (con discernimiento) de las virtudes. Asimismo, leemos la Parábola de los talentos, que nos llama a reflexionar sobre la forma en que utilizamos los dones que Dios nos concedió.
Miércoles (martes en la tarde), recordamos la traición de Judas a Cristo por 30 monedas, desde un falso espíritu mediador y una verdadera especulación de las tensiones sociales. Además, rememoramos la unción con mirra de los pies de nuestro Señor por parte de la mujer pecadora, como una forma de anticipar la forma en que Él sería puesto en el sepulcro.
Jueves (la tarde del miércoles), tenemos una concentración de varios momentos importantes. En primer lugar, la institución de la Liturgia, en la Última Cena, cuando Dios da Su Cuerpo y Su Sangre como alimento para la vida eterna y Comunión con Dios para la eternidad. Sin embargo, antes de la Cena, Dios se humilla nuevamente (¡¿cuántas veces?!) y lava los pies de Sus discípulos, lo cual constituye la aplicación práctica de la enseñanza de que “el más grande debe hacerse el siervo de todos, y el primero tiene que servir a los demás”. Posteriormente, después de la cena, sigue la Oración de Cristo en el jardín de Getsemaní, con la cual, Cristo-Hijo, evidenciando Su naturaleza humana, la hace obediente al Padre. Al final tiene lugar el arresto de Jesús, para después ser llevado a juicio con un gran número de escoltas, como si fuera un peligroso malhechor.
Viernes (el jueves en la tarde) recordamos la Santa y Redentora Pasión de nuestro Señor Jesucristo. Aquí se reúnen el juicio injusto a Uno que era inocente; la oprobiosa “coronación”, con una corona hecha de espinas, un cetro de tallos y un manto púrpura, del Rey que arranca de nosotros las espinas de los pecados; la petición a Pilato de un pueblo manipulado, exigiendo que fuera crucificada la Luz del mundo, esa que aparta la oscuridad de las manipulaciones astutas de los espíritus del mal; la transformación de las flores del Domingo de Palmas (o Ramos), en las manos del pueblo, en clavos que atraviesan las Santas Manos que nos crearon; la metamorfosis de la Cruz, que, de instrumento de tortura, pasa a ser altar del supremo sacrificio amoroso. Pero la Pasión nos revela también un Dios que perdona a quienes “no saben lo que hacen”, que se deja clavar en la madera voluntariamente, a la vista de un mundo que lo insulta y le escupe, pidiéndole con malicia el milagro definitivo de bajarse de la Cruz, incapaz de entender que no es eso lo que puede demostrar el poder del Señor, sino Su futura Resurrección desde el sepulcro. Y es aquí también donde se demuestra la terrible cobardía del humano, con la negación de Pedro. Estamos ante un acto de traición que había sido anunciado por el Señor, por parte del mismo Apóstol que, cual fariseo, le había prometido al Señor dar su alma por Él.
Sábado (viernes por la tarde), todos juntos entonamos las Lamentaciones del Señor, que no es otra cosa que el oficio del enterramiento de la Vida del mundo entero. De hecho, Cristo, Quien es inmortal, pero mortal con el Cuerpo, desciende hasta el infierno, en donde, con el poder de Su Resurrección, matará a la muerte para siempre y librará las almas de los justos del Antiguo Testamento, quienes habían esperado durante milenos la venida del Mesías que habría de romper las cadenas del pecado y hacerlos libres. Este es también el motivo por el cual, a lo largo del año y, especialmente en el Ayuno Mayor de la Cuaresma, el sábado es dedicado litúrgicamente a la memoria de nuestros difuntos.
Así, poco a poco, la Semana de la Pasión nos presenta la agonía del ser humano entre la virtud y el pecado, entre lo celestial y lo terrenal, entre el amor y el odio. “Si he hablado mal, demuéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?” es la pregunta retórica que Dios le dirige a una humanidad molesta por la luz de la verdad en Sus palabras.
Precisamente por eso es que hoy tenemos que alegrarnos, porque nuestro Señor Jesucristo viene a enseñarnos el camino de nuestra liberación de la esclavitud del mal y de la muerte espiritual.