Palabras de espiritualidad

Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, la Gracia Divina viene sola

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Simplemente, me levanté, incensé… y la Gracia vino sola, cuando quiso. Entre tanto, mi mente repetía: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros!”.

El padre Porfirio relata: 

—Un verano cualquiera, hallándome en Atenas, un amigo mío con su esposa —médico dentista— me suplicaron que los acompañara al Monasterio de San Juan el Teólogo, en la isla de Patmos. Acepté su invitación y juntos visitamos la Gruta del Apocalipsis, ahí donde la roca se partió, en el lugar donde San Juan se tendió y fue alzado. Son lugares que irradian santidad y Gracia divina.

En un momento dado, empecé a sentir cómo mi corazón se abría por completo; pero, ya que había más personas en el lugar esperando para entrar, preferí salir afuera y respirar profundo. Después del mediodía, deseoso de sentir nuevamente aquella Gracia, pedí volver a entrar. Les dije a mis acompañantes: “Arrodíllense y permanezcan en el mismo lugar, sin moverse. Oren en silencio. No se levanten y que no les sorprenda nada de lo que van a ver”. Solamente que la Gracia ya no vino como en la mañana.

Me levanté, incensé el altar y toda la iglesia, y volví a mi lugar. Entonces, mi corazón se volvió a abrir. Y mi alma se sació en aquel estado. Una sola persona entró mientras esto sucedía, creo que era el párroco, y no sé si me vio, porque volvió a salir.

Nos levantamos y salimos en silencio. No hablamos nada hasta caer la noche. No comí casi nada, y lo que comí fue por corresponder la generosidad de mis acompañantes, quienes tampoco me hicieron ninguna pregunta. Tampoco me lo preguntes tú. Hay cosas de las que no es correcto ni necesario hablar. Porque todo podría malinterpretarse. De hecho, esto fue lo que sucedió aquella tarde: no forcé nada, no me predispuse a encenderme con la Gracia de Dios. Simplemente, me levanté, incensé… y la Gracia vino sola, cuando quiso. Entre tanto, mi mente repetía: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros!”.

También tú, hijo, tranquilízate y abandónate serenamente en las manos de Dios, y Él vendrá a alegrar tu alma.

(Traducido de: Sfântul Porfirie Kafsokalivitul, Antologie de sfaturi și îndrumări, Editura Bunavestire, Bacău, pp. 440-441)