Cuándo oras y cuándo no oras
La oración no es un ritual que hay que cumplir, una ocupación momentánea.
“Si oras sólo cuando oras, entonces no oras”. Esta sentencia no es un juego de palabras ni esconde alguna fórmula sibilina. Expresa una verdad filocálica, tristemente concientizada muy raras veces. En otras palabras, si te dedicas a la oración solamente en el tiempo consagrado para ello (de noche, por la mañana, cuando vas a la iglesia, antes o después de comer, etc.), no estás haciendo gran cosa. La oración no es un ritual que hay que cumplir, una ocupación momentánea. Es el “punto” de un encuentro permanente con Dios. Tal como no puedes respirar sólo en determinados segmentos horarios del día, del mismo modo no es posible orar únicamente cuando ha llegado el “turno” de hacerlo Pero ¿cómo podemos orar también cuando no oramos (es decir, cuando no nos dedicamos exclusivamente a ello), teniendo tantas cosas por hacer en nuestra vida cotidiana? Una breve respuesta: haciendo de nuestra vida una oración. Cada acción, cada trabajo, cada interacción con los demás, cada estado espiritual... todo lo que hacemos puede convertirse en un motivo para la oración. Hay muchísimos métodos prácticos que pueden ayudarnos a transformar todo en favor de nuestra relación con Dios, pero no es posible explicarlos en pocas líneas.
Cuando tengamos algún trabajo físico que hacer, uno que no requiera de cierto esfuerzo intelectual, podemos repetir: “Señor Jesucristo...” sin cesar, con nuestra mente (o susurrando, si es posible), o cualquier otra fórmula más breve. También puede servirnos de inspiración el relato de aquella campesina que vino a buscar al padre Paisos Olaru, para preguntarle si estaba bien orar cuando efectuaba sus trabajos domésticos o en el huerto. Cuando barría, decia: “¡Señor, barre también mis pecados!”. Cuando lavaba, pedía: “¡Señor, limpia mis faltas también!”. Todo se convertía en un pretexto para arrepentirse ante Dios.
Cuando estemos haciendo algún trabajo que demande nuestra concentración mental, es bueno hacer pequeñas pausas (por ejemplo, de un minuto, o dos, cada media hora), para sosegarnos y poder elevar una breve oración. Al trabajar, es bueno mantener ante nuestros ojos al menos un pequeño ícono, en la muñeca una cuerda de oración (komboskini) y en el puño cerrado una crucecita, según sea posible. Podemos utilizar cualquier objeto que nos recuerde a Dios y que nos ayude a concientizar Su presencia.
Cuando alguien nos elogie por algo, acostumbrémonos a decir: “¡Gloria a Dios por esto!”. Cuando nos propongamos hacer algo, comencemos diciendo: “Si Dios me ayuda, desearía poder...”. Que nuestro saludo, al encontrarnos con los demás, sea: “¡Que Dios nos ayude!”, cuando sea posible decirlo. Y, al partir nuestros hijos a la escuela o a cualquier otro lugar, pidámosle a la Madre del Señor que los cuide. Y los ejemplos pueden seguir, de acuerdo a cada situación concreta de nuestra vida.
Indiferentemente de nuestro estatus y nuestras preocupaciones —si somos casados o solteros, con o sin hijos, asalariados o estudiantes—, cultivemos la conciencia de estar cumpliendo una obra de Dios en este mundo, de que nos hallamos bajo obediencia y de que estamos en misión. No dejemos que nuestra mente se llene de preocupaciones; al contrario, tengamos fe en que todo tiene un propósito y un sentido, si lo asumimos como proveniente de la mano del Señor. Busquemos exaltar a Dios en todo, renunciando a alimentar nuestro ego. Dios-Verbo “se hizo carne” (Juan 1, 14). para que todo cuerpo se hiciera verbo, palabra. Es decir, para que todo lo que es palpable o perceptible en nuestra vida se hiciera oración. Todo lo creado fue traído a la vida por medio de una palabra divina. Recordemos aquel: “Y dijo Dios...”, del relato bíblico de la creación. Así, todo es palabra divina, perfectible, llamada posteriormente a una espiritualización completa. Cuando vivimos de manera automática y egocéntrica, todo se oscurece en nosotros. De este infierno nos puede sacar solamente la Palabra. Relacionándonos con Él, empezaremos a experimentar la transparencia, como un anticipo de la vida eterna. Cada palabra-oración nos sitúa, sin movernos de aquí, en la gloria de lo celestial. Porque, sí, el Reino de Dios puede estar a la distancia de una sola palabra. ¡Tan cerca nos dejó el Señor!