Cuando oren de noche, específicamente cuando se dirijan al Espíritu Santo, no olviden mencionar, con toda sinceridad y compunción de corazón, los pecados que hayan cometido a lo largo del día.

Y en esos momentos de arrepentimiento ferviente, el Espíritu Santo los purificará de toda mancha, haciéndolos más blancos que la nieve, mientras que de sus ojos brotarán las lágrimas que darán prueba de que el corazón ha sido limpiado. En ese momento serán cubiertos por las vestiduras de la verdad de Cristo, uniéndose a Él, al Padre y al Espíritu Santo.

A veces nos sucede que, al orar, en la iglesia o en la casa, nos entra una suerte de debilidad espiritual y física; entonces, nuestra alma decae, se enfría y deja de dar fruto; se asemeja a un templo pagano, vacío y abandonado. Pero, una vez nos encendemos en la oración sincera, dirigiéndonos a Dios con la mente, con una fe viva, entonces el alma vuelve a la vida, se atiza y fructifica. Así, nos sobreviene un estado de paz, de alivio, de humildad, un santo fuego interior; comienzan a brotar lágrimas de nuestros ojos y empezamos a arrepentirnos, con toda nuestra mente, por haber enojado a nuestro Buen Señor con nuestros pecados. ¡Cuánta luz en el corazón y en la mente, qué rico torrente de agua viva nos inunda el corazón, pudiendo brotar sin cesar palabras pronunciadas o escritas con pluma o lápiz en papel! El vacío de nuestra alma comienza a florecer, cual lirio, con la llegada del Señor a nuestro corazón. ¿Por qué no elevamos con más frecuencia nuestra alma hacia Él? ¡Cuánta paz y armonía nos prepara el Señor en Su morada!

(Traducido de: Sfântul Ioan de Kronstadt, Viața mea în Hristos, Editura Sophia, București, 2005)