¿Cuántas veces al día crucificamos al Señor?
¿Acaso nosotros no hacemos lo mismo, cuando, después de recibir el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor, una vez salimos de la iglesia, olvidamos todo, incluso nuestra devoción y la misericordia de Dios para con nosotros, y nos abandonamos, como antes, a las manifestaciones de nuestro egoísmo?
¿Quién salió al encuentro del Señor, cuando Él llegó a Jerusalén como un rey? ¿Quién exclamó con júbilo: “¡Hosanna al Hijo de David!”? Pero, apenas unos días después, ese mismo pueblo, en el mismo idioma, pidió a voces: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”. ¡Qué cambio tan sorprendente! ¿Pero por qué nos asombra tanto? ¿Acaso nosotros no hacemos lo mismo, cuando, después de recibir el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor, una vez salimos de la iglesia, olvidamos todo, incluso nuestra devoción y la misericordia de Dios para con nosotros, y nos abandonamos, como antes, a las manifestaciones de nuestro egoísmo? Talvez al principio esas muestras de egoísmo nos parezcan “insignificantes”, pero gradualmente se hacen cada vez más grandes, de manera que, tres o cuatro días después de haber comulgado, también nosotros clamamos: “¡Crucifícalo!”? Y crucificamos al Señor en nuestro corazón. ¡Y Él soporta todo eso pacientemente!
¡Bendita sea Tu inconmensurable paciencia, Señor!
(Traducido de: Sfântul Teofan Zăvorâtul, Tâlcuiri din Sfânta Scriptură pentru fiecare zi din an, Editura Sophia, București, p. 57)