Cuatro breves lecciones sobre el perdón
“... y no nos perdones nuestras deudas, así como nosotros no perdonamos a nuestros deudores”.
Un monje de Libia vino a ver al anciano Siluano, en el Monte Panefo, y le dijo:
—Padre, tengo un enemigo que me ha hecho mucho mal. Se aprovechó de mis tierras e incluso, cuando yo vivía en el mundo, algunas veces quiso herirme. Pero ahora ha intentado envenenarme. Por eso quiero llevarlo ante las autoridades. Ciertamente, Padre, si le castigan, será algo muy útil para su alma.
—¡Haz como creas correcto, hijo!, respondió el anciano.
—Entonces no hay nada más que decir, Padre. Levantémonos y oremos para que pueda irme a buscar a las autoridades.
Y así lo hicieron. Se pusieron de pie y comenzaron a orar. Sin embargo, cuando llegaron al “... y perdona nuestras deudas, así como perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6, 12), el anciano dijo: “... y no nos perdones nuestras deudas, así como nosotros no perdonamos a nuestros deudores”.
—¡Así no es, Padre!, le interrumpió el monje.
—¡Sí, hijo, así es!, respondió el anciano. Si quieres ir a buscar a las autoridades para consumar tu venganza, Siluano dejará de orar por ti.
Entonces aquel monje espabiló y perdonó a su enemigo.
***
Un monje que sufría por causa de otro, vino a ver al anciano Sisoes, y le dijo:
—Padre, un hermano me ha ofendido y quiero vengarme.
El anciano, intentando apaciguarlo, le dijo:
—¡No, hijo! Mejor deja que sea Dios quien le recompense.
Pero el monje insistió:
—¡Siento que no tendré paz hasta que no me vengue!
Así que se levantaron y, al orar, el anciano dijo:
—Señor, no necesitamos que cuides más de nosotros... ¡porque, si es necesario, ya sabremos cómo cobrárnoslas!
Al escuchar esas palabras, el monje cayó de rodillas y le dijo al anciano:
—¡Padre... perdóneme! ¡Ha desaparecido la ira que había en mi interior!
***
Un grupo de monjes fue a visitar a un anciano sacerdote que vivía lejos, en la soledad. Al llegar, vieron que cerca de la casa había un par de muchachos cuidando un rebaño de ovejas, pero armando un gran griterío lleno de vulgaridades. Después de confesarse y aconsejarse con el anciano, aquellos monjes le preguntaron:
—¿Padre, cómo permite que esos muchachos griten tantas groserías? ¿Por qué no los pone en su lugar?
—En verdad, algo tendría que decirles para aplacarños... pero cada vez que quiero hacerlo, me arrepiento y me digo a mí mismo “Si no eres capaz de soportar ni siquiera esto, ¿cómo podrás hacer frente a cosas peores?”. Por eso no les digo nada, para poder enfrentar lo que venga.
***
Un monje le dijo a un anciano:
—¡Quiero morir por Cristo!
Pero el anciano replicó:
—Quien sea capaz de perdonar a su semejante, estará realizando algo igual de importante a lo que hicieron aquellos tres jóvenes en el horno. (Daniel 3, 12-28).