De cómo el hombre pierde su libertad, sometiéndose al pecado
El hombre que se ha entregado a la esclavitud del pecado sufre, pero es imposible librarse de ello sin la ayuda de nuestro Señor Jesucristo.
El Mismo Señor nos certifica: “Os aseguro que quien comete pecado es un esclavo” (Juan 8, 34). Aún más: mientras más pasa el tiempo y más envejece el pecado en el hombre, más se multiplican y más fuertes se vuelven los lazos con los que lo tiene atado. Y, después, el pecado se transforma en pasión.
La indiferencia y los compromisos que siguen a los ataques del pecado pueden llevar, poco a poco, a una atroz esclavitud ante el pecado, como si fuera la segunda naturaleza del hombre. El hombre que ha caído en esto constata, en un momento dado, que, desde que se dejó convencer para cometer el pecado, empezó a acostumbrarse a ese modo de vida. A continuación, esa costumbre deviene en un simple impulso hacia el pecado, pero de ese impulso se llega a la pasión, la cual, enraizada como una segunda naturaleza, exige, cual obigación, la comisión del hecho acostumbrado.
El pecado es la sumisión del hombre ante las pasiones y al demonio. El hombre llega al punto de desear el bien, pero sin poder obrarlo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero: eso es lo que hago” (Romanos 7, 19). El hombre que se ha entregado a la esclavitud del pecado sufre, pero es imposible librarse de ello sin la ayuda de nuestro Señor Jesucristo.
(Traducido de: Arhimandritul Grigorie, Pocăința Fiului și iubirea Tatălui, Editura Cartea Ortodoxă, 2011, p. 37)